martes, octubre 04, 2011

Denuncian a marinos por muerte de su hijo.




Denuncian a marinos por muerte de su hijo.


  Gustavo Acosta Reyes y su esposa María Eva Luján


Acusan a la SEMAR ante PGR y CNDH de asesinar a víctima, sembrar drogas y destrozar su casa.

Daniel de la Fuente, El Norte, Secc. Local, Página 1
Monterrey, N.L., México. Lunes 3 de octubre 2011.

Una familia de Apodaca denunció ante la PGR y ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos a la Secretaría de Marina por el presunto asesinato, la madrugada del 1 de septiembre, de uno de sus integrantes, Gustavo Acosta Luján, de 30 años.

La familia acusó a los marinos de disparar indiscriminadamente esa noche contra su casa, de sembrar drogas y de obligar a que otro de los hijos tomara un arma recién disparada, a fin de hacerlo pasar como sicario.

Gustavo Acosta Reyes, vecino de la Colonia Jardines de San Andrés, aseguró que, alrededor de la 1:30 horas de ese día, un grupo de marinos llegó disparando a su domicilio y, tras pedir que se les diera acceso, su hijo Gustavo abrió la puerta, pero de inmediato fue asesinado de un tiro en la frente y otro en un costado.

Don Gustavo, de 55 años, estaba a su lado, pues ambos dormían en la planta baja de la modesta vivienda, dado que él sufre de pie diabético y su hijo, el mayor de cuatro que tuvo con María Eva Luján, se hacía cargo de él.

En las oficinas de la asociación Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos, donde recibe asesoría jurídica y apoyo psicológico para su familia, el hombre aseguró que los marinos lo trataron con violencia física y verbal a él, a su esposa de 51 años, a sus hijos de 20 y 22, y a una nieta, de 9 años.

“Estaban (los marinos) encapuchados y los bajaron con violencia del segundo piso, y los hicieron salir a la calle en ropa de dormir, a empujones y sobre vidrios rotos de la casa y de la camioneta. No explicaban nada. Sólo decían que les habían disparado, pero nosotros les decíamos que no, que estábamos dormidos”, cuenta don Gustavo, cuyo relato es estremecedor.

“No querían oír nada. Sólo nos preguntaban que dónde estaban las armas, la droga, y yo les decía que por qué me habían matado a mi muchacho: ¡me lo mataron a los pies, de un balazo en la cabeza!”.

Tras revisar la casa, explica el hombre, pensionado por 25 años de trabajo en Maseca, y comprobar que no había nada, los marinos presuntamente apartaron de ellos al hijo menor, de 20 años, y le ordenaron que se pusiera su propia camiseta sobre la cabeza para enseguida disparar en dos ocasiones un arma que le pusieron en las manos.

Las balas atravesaron el parabrisas de la camioneta de la familia, estacionada en la cochera, y fueron a impactarse en una vivienda de enfrente, a riesgo de herir a algún vecino.

Don Gustavo aseguró que los marinos le dijeron al muchacho que si revelaba algo iban a volver para matar a su familia.

La casa de don Gustavo y su familia aún luce devastada tras los ataques, dado que ninguna autoridad se ha acercado para autorizarles su regreso, para reparar los daños y para ofrecer una disculpa.

“Me enseñaron en la PGR fotos tomadas por la Marina de la supuesta droga que teníamos, pero los envoltorios estaban sobre mesas que ni siquiera tengo en mi casa”, comenta el hombre.

“Nadie se ha acercado. Enterramos solo a mi muchacho y aún debo el funeral.

“Vivimos de arrimados. Mi familia tiene miedo de que vuelvan, pero no tenemos nada que temer, nada que ocultar”.

La prueba de que son víctimas inocentes, afirma, es que él sigue libre.

“Si les disparamos desde mi casa, como ellos dicen, y teníamos droga, ¿por qué sigo libre?”.


Demanda familia de Apodaca justicia contra la Marina por muerte de su hijo
 
  Gustavo Acosta Luján

“¿Por qué nos están haciendo esto?”

Afirman que tras entrar a la fuerza a su domicilio, efectivos federales matan a joven, para luego sembrar drogas y armas; interponen denuncia ante PGR y CNDH.

Daniel de la Fuente, El Norte, Secc. Local, Página 4
Monterrey, N.L., México. Lunes 3 de octubre 2011.

Una casa de la calle Margaritas, en la Colonia Jardines de San Andrés, en Apodaca, pasaría desapercibida de no ser porque en la parte alta de su fachada de color morado hay unos 30 hoyos y una ventana con el vidrio despedazado.

En la cochera hay una camioneta blanca Silhouette con los vidrios estrellados y macetas quebradas junto a veladoras apagadas y figurillas del Sagrado Corazón y de la Guadalupana que vecinos han colocado ahí en señal de pena por los sucesos de la madrugada del 1 de septiembre en que la vida de la familia Acosta Luján cambió irremediablemente.

Adentro, en la casa desierta, están tiroteados el televisor, comprado dos días antes del ataque –aún luce el precio de 2 mil pesos– y el refrigerador. Los muros muestran también agujeros enormes.

María Eva Luján López no ha vuelto desde entonces. Su familia se resiste a que la mujer de 51 años ingrese al domicilio comprado con el esfuerzo de su esposo, Gustavo Acosta Reyes, quien de sus 55 años de vida trabajó 25 de soldador pailero en Maseca.

Hoy está jubilado y sufre de pie diabético, por lo que le operaron el 16 de junio y le pusieron unos clavos.

Son ellos, María Eva y Gustavo, quienes entre lágrimas contenidas y expresiones de impotencia narran lo sucedido.

Para ayudar a cuidar al padre, hace dos meses llegó a vivir con ellos Gustavo, el mayor de sus cuatro hijos, quien era gerente en una disco de Nuevo Laredo hasta que la escasa concurrencia y la inseguridad lo forzaron a volver.

De 30 años y con un hijo de 3 que vive con su madre en Chihuahua, Gustavo decidió tramitar el permiso para conducir un taxi en tanto cuidaba a su padre: lo llevaba al Seguro y a lo de su pensión, y llevaba y traía de la escuela a su sobrina de 9 años.

Como su padre requiere de apoyo para caminar, Gustavo hijo dormía en la planta baja, en el sofá a un lado de la cama que le acondicionaron al hombre. Quizá no fueron ellos, sino su madre María Eva, su hija de 25 años, su hijo de 20 y la nieta de 9, quienes ese día, en el piso de arriba, escucharon primero las ráfagas a la 1:30 de la madrugada.

“Son disparos, mamá. ¡Háganse a un lado! ¡Que se tiren al suelo!”, gritó el joven de 20 años, empleado de una fábrica de productos desechables, mientras las balas rebotaban en el techo y caían polvo y piedras.

Abajo, Gustavo se puso de pie y dejó la portátil de la sobrina en la que jugaba. La misma que, como algunos celulares, desaparecieron de la vivienda.

“¡No se mueva, papá, no se mueva!”, le dijo al hombre, quien despertó aterrado al oír que los tiroteaban desde el exterior. El padre cuenta que vieron por la ventana gente que gritaba que bajaran las armas, que los tenían en la mira.

“¡No tengo armas!”, gritó Gustavo, pero el grupo golpeaba la puerta y no dejaba de exigir acceso.

Don Gustavo dice que su muchacho quitó el seguro a la puerta, se hizo para atrás y,con las manos en alto, se colocó de espaldas ante él, protegiéndolo.

“¡Está abierto!”, gritó y fue lo último que pudo hacer: elementos encapuchados de la Marina entraron y, sin decir nada, uno disparó a la frente del joven y otro lo hizo en un costado.
Gustavo cayó de espaldas, como intentando agarrarse en vano de algo, a los pies de su padre.
•••
El boquete enorme de una de las balas aún luce en la pared de la vivienda en la que hay puros recuerdos: un relieve de La Última Cena, fotos de los muchachos entonces niños y del matrimonio Acosta Luján con 31 años juntos.

Los días felices.

“¿Qué es esto, qué es esto?”, recuerda que gritó don Gustavo sin poder moverse fácilmente para tomar al hijo caído frente a él. Para entonces, María Eva y su familia se hallaban paralizados a mitad de la escalera.

“¡Bajen las armas!”, insistieron los marinos y uno se adelantó, bajó de los cabellos al joven de 20 años y lo hincó en la cochera. Los otros fueron por la madre, su hija, empleada de una maquiladora, y su nieta, quienes no entendían lo que le había pasado a Gustavo, quien yacía ensangrentado a los pies de su padre.

María Eva relata que las tres fueron sacadas a empujones en ropa de dormir, descalzas sobre vidrios rotos y que ella, presa de la histeria, preguntaba qué le habían hecho a su “niño”, por qué se veía lleno de sangre.

“No podía creer lo que estaba pasando. No me quedaba claro por qué en mi casa se estaba dando eso que pasa en la televisión, en la guerra”, recuerda hoy la mujer, quien no puede olvidar el cuadro: su marido, empapado en lágrimas, temblando sin parar, con la cabeza de su hijo entre sus manos.

“¡Cállese el hocico, pinche vieja! ¡’Ora sí muy llorones después de que hicieron todo su pedo!”, dice que le gritó un militar sin dejar de empujarla y sin responderle sus preguntas.

Las sentaron a las tres en la banqueta, entre botes de basura. Cuenta María Eva que, como sufre “ataques de ausencia”, le dieron varias convulsiones, iba y venía ante la mirada de los marinos que no dejaban de apuntarles mientras les preguntaban que dónde estaban las armas y las drogas.

“¿Por qué entran así, sin orden de cateo?”, preguntó, y un marino le contestó que veía demasiadas películas y que dijera desde cuándo tenían la casa de seguridad, lo que ella negaba repetidamente.

En eso, don Gustavo fue enviado con ellas sin ayuda, cojeando de su pie recién operado. La calle estaba cerrada por vehículos de la Marina y cuando un vecino quiso acercarse a ayudar a la familia fue devuelto por los oficiales con majaderías.

“¿Por qué nos están haciendo esto?”, le dijo entre llantos la mujer a su esposo, quien sólo balbuceaba entristecido: “No sé, no sé”.

Los marinos revisaron todo, centímetro a centímetro. El hijo de 20 años les contaría después que, tras golpearlo mientras le preguntaban por armas, un oficial que llegó con el que parecía ser el jefe de los encapuchados le dijo: “La casa está limpia”.

“¡Cállate, cabrón!”, le reprendió. “¡Vete de aquí!”.

Fue entonces cuando, según narró después el chico a su familia, los marinos le ordenaron que se subiera la playera hasta cubrirse la cabeza y que no se la quitara.

“Vas a oír dos disparos”, le advirtió un marino, quien accionó un arma y enseguida se la puso en las manos.

“¡Tómala, cabrón, y no vayas a decir nada porque venimos por tus padres!”.

Los mismos disparos que, a decir de ellos, dieron contra el parabrisas de la camioneta Silhouette y fueron a impactarse en la casa de enfrente, a riesgo de herir a algún vecino.

A la vez que esto sucedía, se escuchaban detonaciones en cuadras cercanas.

María Eva, histérica, quería saber de sus dos hijos. Un marino le dijo que no se moviera, que estaban “en zona de riesgo”.

“¡Mi casa es la que hicieron zona de riesgo! ¡Mi casa!”, gritó entre lágrimas. “¿Cuál zona de riesgo más?”.

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Los marinos llevaron a la familia Acosta Luján a la Clínica 31 del IMSS para que fueran atendidos.

María Eva se resistía a dejar a su hijo más chico. Finalmente, obligados por los oficiales, dejaron al muchacho, quien se reuniría con ellos más tarde una vez que llegó el agente del Ministerio Público al que la Marina le llamó hacia las 4:30 horas, por lo que el funcionario llegó hasta las 5:20 horas.

“¿Se imagina todo lo que hicieron durante casi cuatro horas que estuvieron solos?”, pregunta don Gustavo. “Sembraron lo que quisieron, por eso dicen que encontraron armas y drogas. Yo puedo comprobar cómo compré mi casa y mi camioneta.

“¿Cómo iba a ser mi hijo un narcotraficante si yo tenía que ayudarle para enviarle dinero a su hijo?”.

Los vecinos los avalan: gente respetable, tranquila, sin problemas.

Dicen que si los de la familia Acosta Luján son criminales, si poseían armas y drogas, si ellos dispararon contra los marinos desde su casa, ¿por qué están libres?

“A ver, ¿por qué no estoy en la cárcel?”, pregunta don Gustavo. “¿Por qué nuestra casa no fue incautada? ¿Por qué cuando nos dejaron en el hospital los marinos simplemente desaparecieron y no volvimos a saber de ellos?

Nosotros tuvimos que recoger a mi hijo del anfiteatro, lo velamos, aún debo parte del funeral, y debería el entierro de no ser porque yo tenía un terreno”.

Nadie les ha dado una explicación. Tampoco si pueden volver a su casa, poner sus cosas en orden. Viven hoy con una hija casada, todos amontonados.

Esperando justicia.

Cuando pusieron su denuncia en la PGR, les mostraron fotos de la supuesta droga incautada en su casa: sobre mesas que ni siquiera forman parte de su mobiliario.

Don Gustavo apunta: nadie de su familia ha pisado jamás la cárcel. Lleva de un lado a otro la carta de no antecedentes penales de su hijo, necesaria para los trámites para el taxi. Todo eso se lo han explicado también a los visitadores de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, quienes están armando el expediente.

Pero nada les devuelve al hijo, repiten y lloran desconsolados. Viven con miedo, pero esto no les impide pedir justicia.

María Eva así lo exige.

“Esto que hicieron no tiene nombre. No pido que (a los marinos) se les haga lo mismo que a mi hijo, soy madre y ellos tienen madre. No quiero que los agarren y les quiten el trabajo, no: que paguen con justicia, que uno esté tranquilo, que los hagan pagar. Esto fue asesinato”.

Esto remite a lo que desde hace meses gritan los padres de los estudiantes Jorge Antonio Mercado y Javier Francisco Arredondo, hechos pasar por sicarios y asesinados por militares a las puertas del Tec de Monterrey en marzo del 2010 mientras se dirigían a cenar.

Y los de Jorge Otilio Cantú Cantú, asesinado en abril de este año mientras conducía rumbo a su trabajo sobre la Avenida Lázaro Cárdenas y a quien, tras darle el tiro de gracia, policías estatales le sembraron un arma para argumentar un supuesto ataque.

Consuelo Morales, directora de Ciudadanos en Apoyo de Derechos Humanos (CADHAC), informó que han recibido numerosos reportes de violaciones por parte de fuerzas federales, sin embargo, muchas de las víctimas, las cuales sufrieron cateos injustificados y desapariciones, se resisten a denunciar.

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A la misma hora en que ocurrió el ataque, a tres casas de la de los Acosta Luján, fue arrestado un hombre que, según testimonios, vendía droga. Tras su captura, sus hijos pequeños, quienes se referían a su padre como luchador, y su esposa, abandonaron aquella casa de renta en la que llevaban unos meses y en la que sólo había una cama y un televisor.

Casi a las 20:00 horas de ese día, el comunicado de prensa 276/2011 de la Secretaría de Marina, titulado “Personal Naval repele agresión en Nuevo León”, informaba sobre los hechos sucedidos en Apodaca en los que elementos de esta dependencia abatieron a un hombre:“un presunto delincuente de nombre Gustavo Acosta Luján, alias ‘M-3’, de 29 años de edad.

“Asimismo en el inmueble en cuestión fueron localizadas una subametralladora calibre 9mm, un arma larga tipo AR-15 y varias dosis de cocaína, además de encontrar a cinco familiares del occiso, entre ellos una menor de edad, quienes recibieron atención médica por parte del personal naval al presentar crisis nerviosa”.

El comunicado informó que “en las proximidades del cerco de seguridad el personal naval aseguró a otro presunto delincuente de nombre Daniel Rolando Peña Serna (a) ‘Mascarita’ y/o ‘Chaparro’, de 29 años, originario de San Nicolás de los Garza, cuando intentaba huir, mismo que portaba aproximadamente 250 dosis de cocaína y alrededor de 50 gramos de mariguana”.

El hombre cuya foto aparece en el comunicado es efectivamente el vecino de la familia Acosta Luján, el luchador, pero según dicen los afectados, pareciera que el boletín, vigente aún en la red, fue hecho a modo con información parcial.

Hoy, todos quieren volver a casa. En la calle de Margaritas, algunos vecinos simplemente huyeron por el pánico. Nadie ha entrado al domicilio de los Acosta Luján a excepción del cuñado de Gustavo, quien limpió la sangre en el piso y en la pared donde el joven intentó detener su caída.

El único que se quedó ahí fue un cachorro criollo que ladra enloquecido hacia todo lo que se mueva. El animal fue golpeado varias veces por los oficiales.

María Eva no se quita de la cabeza la última vez que vio con vida a Gustavo antes de irse ella a acostar. El joven solía acompañarla despierto en tanto acababa los quehaceres, pero esa noche le llamó la atención porque reía a carcajadas viendo en el televisor fragmentos del espectáculo del hipnotizador John Milton.

“Cállate, mijo, hay gente durmiendo”, le reprendió cariñosa.

“¿Cuál es el problema má?”, contestó. “Estoy en mi casa”.

Al recordarlo, María Eva llora desconsolada.

“¿Cuándo íbamos a pensar que esto le iba a pasar en su casa?”, lamenta y poco a poco recupera el aliento.

“Esa gente no viene a cuidarnos, oiga. Yo sí se lo digo a usted, usted que conoce de leyes, ¡son unos asesinos!¡Malditos asesinos! Se lo dije ahí al fulano que estaba con nosotros: ‘Ustedes son unos malditos asesinos con poder, con tarjeta, porque nos están matando adentro de mi casa’.

“Esa gente no tiene corazón”.