miércoles, enero 26, 2011

Enjuiciar a los jueces


Laura Itzel Castillo


El Gráfico, 26 enero 2011


La sentencia de Yassmín Alonso Tolamatl, jueza 54 del ramo civil en el Distrito Federal, en contra de Miguel Badillo, Ana Lilia Pérez, Nancy Flores y David Manrique, director, reporteras y caricaturista de las revistas Contralínea y Fortuna, se sustenta en la ignorancia supina, la negligencia, la incapacidad y, muy probablemente, la corrupción. Revela, además, un pensamiento abiertamente fascista, que algunos creíamos ausente en el Poder Judicial del Distrito Federal.



Sólo así se puede entender el escandaloso bodrio que fue capaz de emitir la jueza Alonso. Pero los grotescos criterios que utilizó para condenar, a partir de una aberrante interpretación de la ley, no deben dejarse pasar por alto, aun cuando una instancia superior le enmiende la plana, como seguramente ocurrirá cuando el Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal reciba este caso en apelación.



Por lo menos desde el Poder Legislativo un grupo de diputados habremos de promover que se juzgue a la juzgadora, no sólo por presunta corrupción e ignorancia, sino también por invadir la esfera de competencia de otro Poder de la Unión. Eso es exactamente lo que hizo al condenar a periodistas por publicar información pública emitida por la Auditoría Superior de la Federación.



La sentencia en cuestión corresponde al juicio ordinario civil iniciado el 13 de abril de 2009 por empresas contratistas de Pemex, que alegan haber sido afectadas por los trabajos periodísticos en los que se señalan diversas irregularidades en perjuicio de la paraestatal.


Argumentó la jueza, de manera textual: “Es claro que las licitaciones efectuadas por Pemex no pueden ser consideradas como de interés público. Puesto que en primer término la petroquímica es una rama de la industria que en nuestro país no ha sido desarrollada en gran escala, siendo ésta una rama específica que cuenta con una terminología especial y conocimientos técnicos que el público en general e inclusive la suscrita desconoce, puesto que los expertos en tal cuestión son las empresas dedicadas a la citada rama, y por ende al carecer de los citados conocimientos, no es factible que el público en general tenga interés si sería más conveniente a los intereses de la paraestatal el comprar un buque o rentarlo, dado que dicha cuestión es inherente a la paraestatal y por el hecho de que maneje recursos que son del erario, no podría válidamente considerarse como de interés público, dado que se caería en el absurdo de que se tendría que cuestionar y por ende facultar a los periodistas para emitir opiniones subjetivas en relación a cualquier adquisición, licitación o actuar de cualquier ente de gobierno, por lo cual en la especie no se actualiza la excluyente de responsabilidad prevista en el segundo párrafo del artículo 25 de la ley de responsabilidad civil”.



El ultraje a la sintaxis, al sentido común y a la lógica por parte de la jueza Alonso, no concluye ahí. Este monumento a la estulticia le atribuye a los periodistas ejercer “en forma abusiva, indebida e ilegal su derecho de expresión”, y por tal razón les prohíbe volver a ocuparse de las empresas demandantes.

Imposible resumir en este breve espacio el cúmulo de sandeces, disparates, pifias e ilegalidades en que incurre la juzgadora. Por tal motivo, legisladores, juristas, académicos, defensores de derechos humanos y periodistas, nos ocuparemos del tema en un amplio foro que se realizará durante varios días en la Cámara de Diputados. De ello informaremos en breve.

martes, enero 25, 2011

Don Samuel, ese converso




Martes 25 de enero de 2011

Don Samuel, ese converso

Miguel Angel Granados Chapa Periodista


Distrito Federal– Nadie iniciará nunca su beatificación y por lo tanto no habrá un Samuel Ruiz en los altares. Pero el bien que hizo el que fuera obispo de San Cristóbal las Casas durante su ministerio episcopal y en el decenio posterior a su retiro es la más clara señal de que era un hombre escogido por el Dios en que creyó desde el fondo de su corazón.

Don Samuel pasó de ser un muchacho brillante, una joven promesa a una madura realidad pero en un sentido por entero opuesto al que permitía augurar el comienzo de su carrera eclesiástica. Con estudios superiores en Roma, estaba llamado a ser parte de la clericracia. En la diócesis de León fue rector del seminario y canónigo, apenas cumplida la tercera década de su vida. Por ello fue elegido obispo de San Cristobal de las Casas, cuya consagración ocurrió un día como hoy, el 25 de enero de 1960. Durante los primeros años de su desempeño don Samuel fue un obispo como se esperaba que fuera, más cercano a los riquillos de la antigua Ciudad Real que a su rebaño. Pero la pobreza cruda, sin disfraces que padecían los más en Chiapas fue el motor de la primera transformación, la conversión inicial del obispo. En la práctica, por su sensibilidad inteligente, fue pionero de la opción preferencial por los pobres, aquellos que eran víctimas de la muerte por que no se les dispensaba la atención médica que requerían. Es que apenas formaban parte del paisaje, nadie les consideraba personalidad. Cientos de años después de que el primer obispo de esa diócesis, fray Bartolomé de la Casas, pugnó ante la Corona española y ante los tribunales por que se considerara a los naturales de esa tierra como gente de razón, el prejuicio y los intereses seguían entercados en impedir el pleno reconocimiento de su condición humana.

Los pobres en Chiapas, en San Cristóbal eran todos indígenas, pertenecientes a varias etnias cuyos valores, la lengua entre ellos, no sólo no eran reconocidos sino que se les combatía. Con mirada benevolente, don Samuel compartió durante años el credo oficial, de la Iglesia y del gobierno, de que el mejor modo de ayudar a los indios era haciendo que dejaran de ser indios. Pero esa cruel paradoja enseñó pronto sus límites a un hombre con luces morales e intelectuales de carácter excepcional, como don Samuel. De modo que no tardó en convertirse en promotor de los derechos de los pueblos indígenas, pertenecieran o no al catolicismo y por ello en piedra de escándalo.

La crisis agraria de los ochenta (precedida en los años anteriores por un agravamiento de la lucha por la tierra) fue resultado de la prevalencia en Chiapas de un régimen feudal, que desdeñaba con ferocidad la necesidad indígena de contar con tierras, las suyas que les habían sido arrebatadas o las que demandaba el crecimiento poblacional de las comunidades indias.

Como la pugna vital de don Samuel consistía en eliminar las discriminaciones de toda laya, promovió la participación de los laicos, esos menores de edad frente a las autoridades de la Iglesia tradicional, en la vida pastoral de su diócesis. La consagración de diáconos casados no era simplemente un asunto digamos laboral, la habilitación de personas que auxiliaran profesionalmente a los sacerdotes, sino una muestra de respeto a los católicos, que no deben aparecer ni sentirse disminuidos ante los clérigos.

La cada vez más acendrada toma de conciencia de don Samuel, respecto de los asuntos, dentro y fuera de la Iglesia, que concernían a los fieles pertenecientes a su diócesis puso al prelado en el dilema de hacer respetar los derechos mediante la violencia armada o a través de la movilización social. Al comenzar los noventa creció la presencia de quienes optaron por el cambio inmediato, apelando a las armas. Fue tarea del obispo respetar esa opción sin estorbarla ni menos condenarla.

Esa actitud le permitió, cuando el zapatismo armado atacó sedes municipales en los Altos y la selva lacandona, convertirse en mediador, pues contaba con la confianza de los alzados y de quienes, tras una inicial decisión de meramente reprimirlos, optaron después por el diálogo en pro de la paz.

La mediación a favor de la paz fue la seña de identidad de don Samuel a partir de aquel 1994. Renuente siempre a los personalismos protagónicos, resolvió institucionalizar su papel de mediador y convocó a personajes de gran talla en la sociedad civil a integrar la Comisión Nacional de Intermediación. Superada la etapa en que la Conai fue útil, su papel se extendió fuera de Chiapas y se afianzó en la atención a conflictos sociales de diversa naturaleza. Con el mismo afán que construyó siendo obispo el Centro de Derechos Humanos que lleva el nombre del fundador de su diócesis, el Frayba, como con familiaridad entrañable se le conoce en aquella región, don Samuel alentó después de su jubilación el establecimiento de Serapaz, Servicios y Asesoría para la Paz. Durante sus años de obispo, don Samuel impregnó con sus convicciones a su presbiterio, de un modo que después se repetiría en la Conai y en Serapaz.

La misión postrera de don Samuel, entre muchas otras tareas pues su dinamismo infatigable lo hacía multiplicarse, se desplegó en la Comisión de Mediación, integrada a solicitud del EPR para conseguir la presentación con vida de dos miembros suyos hechos desaparecer por el Estado. Lejos todavía de su objetivo, la Comed había sufrido ya la sensible pérdida de Carlos Montemayor, a la que se suma ahora la de don Samuel. Pero ninguno de los dos en realidad se ha ido. Aquí están.


Otra cosa fuera



Si todos los obispos del mundo…

Octavio Rodríguez Araujo

En México y en otros países hay de obispos a obispos. Unos son conservadores y otros progresistas; unos protegen en su ámbito de influencia a los ricos y a los gobernantes, otros abrazan las causas de los más desprotegidos y explotados; unos están por el sacrificio de las personas en el aquí y el ahora a cambio de indulgencias para después de su muerte, otros promueven la liberación de los pobres en el aquí y en el ahora y no en el más allá. Samuel Ruiz era de los segundos, un obispo que perteneció a la estirpe de Méndez Arceo, en Cuernavaca; de Arturo Lona, en Tehuantepec; de José Llaguno, en la Tarahumara; de Bartolomé Carrasco, en Oaxaca; de Raúl Vera, en Saltillo. Éstos se han distinguido por oponerse a los conservadores y a los colaboracionistas tanto del PRI como del PAN, a Girolamo Prigione en su momento, a la ortodoxia pastoral y, en lo político y lo social, se han opuesto también a los poderes fácticos que han impedido el desarrollo y la realización de los más pobres del país como personas, cuya liberación debe darse en el aquí y el ahora y no para las calendas griegas.

Estos obispos, que bien pudieran ser llamados liberacionistas, enfrentaron, a veces con esa sutileza que se aprende en el sacerdocio y otras veces con energía, los dictados vaticanos y de los gobiernos mexicanos de los años 80 y 90 del siglo pasado. Siempre desde la fe, pues nunca cayeron en posiciones no religiosas, buscaron en los textos sagrados la justificación para que sus fieles hicieran conciencia de su realidad social, se organizaran y se plantearan una sociedad más justa libre de caciques y de explotadores de toda laya. No hicieron del marxismo su ideología, pues en realidad no simpatizaron con él, pero tampoco lo combatieron como sí lo habían hecho en los años 50 y 60. En otros términos, evolucionaron, y tal vez el Concilio Vaticano II y la teología de la liberación que comenzó a discutirse en aquellos años influyeron favorablemente en ellos. Otros obispos, en cambio, combatieron esas corrientes progresistas y tolerantes de un sector de la Iglesia y en lugar de optar por la Iglesia de los pobres lo hicieron, hasta la fecha, por la de los ricos.

La Iglesia de los pobres no contrarió la fe ni el dogma, pero estos instrumentos fueron usados en un sentido cristiano, es decir en la lógica del Jesucristo al lado de los pobres y de los necesitados y no del que transfiguraron los aliados de los poderosos convirtiéndolo en su negación. Samuel Ruiz, desde su grande diócesis de San Cristóbal de las Casas, no simpatizó con los métodos armados del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), pero sí con sus principales planteamientos en favor de los indios, los más pobres de los pobres de México. Ofreció no sólo su mediación, que fue aceptada por las partes gracias a su enorme influencia en la zona y a su compromiso, sino la catedral de San Cristóbal para el primer diálogo entre el EZLN y el gobierno, un hecho insólito en la historia del país. Él y su gente, unos curas y otros no, promovieron no sólo el entendimiento entre el gobierno y los armados, sino el respeto a los derechos humanos en toda su extensión. El Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas fue fundado por Samuel Ruiz en 1989, y su papel ha sido muy importante para registrar todo tipo de violaciones a los derechos humanos en Chiapas, principalmente de los indios. El Frayba, como también se le conoce, se ha orientado, según señala en su sitio web, por la integridad e indivisibilidad de los derechos humanos, el respeto a la diversidad cultural y al derecho a la libre determinación, la justicia integral como requisito para la paz y el desarrollo de una cultura de diálogo, tolerancia y reconciliación, con respeto a la pluralidad cultural y religiosa (las cursivas son mías).

A mi juicio estas premisas de orientación de las acciones del Frayba sintetizan no sólo el pensamiento y la acción de Samuel Ruiz sino lo que debiera guiar a la Iglesia católica en México y el resto del mundo donde participa. Dicho sea de paso, este 26 de enero un grupo de organizaciones civiles iba a entregar, por segundo año consecutivo, el Reconocimiento jTatik Samuel jCanan Lum a personas, comunidades y organizaciones de Chiapas que se han destacado por su servicio, cuidado y trayectoria en su trabajo liberador por las causas verdaderas del pueblo. El Tatic Samuel ya no será testigo de dicho reconocimiento.

Si todos los obispos del mundo, comenzando por el de Roma, fueran como Samuel Ruiz, especialmente en los últimos 40 años de su fructífera vida, la religión católica y su Iglesia estarían a la vanguardia del pensamiento liberador y de la justicia social. Pero lamentablemente no es así.

http://rodriguezaraujo.unam.mx


La guerra que según Calderón nunca dijo que lo fuera


Guerra, felicidad y un himno mal interpretado

Marco Rascón

En el futuro podría llamarse la guerra chiquita o la guerra que nunca fue.

Guerra que ha sido negada por el mismo que la declaró es, en sí, un cambio de estrategia: se reconoce que la guerra, es en verdad, una matanza. Por eso no se cuentan batallas, sino muertos; por eso, no se informa de las batallas ganadas o perdidas, ni de los avances o retrocesos y únicamente hay cifras de muertos.

La matanza es una manera de individualizar la violencia; hasta ahí llegó la fuerza del neoliberalismo: cada masacre se convierte en un número, para no hacer juicios cualitativos, sino sólo cuantitativos. Felipe Calderón, jefe supremo de las fuerzas armadas de México, tuvo que corregir el término, pues una guerra es un choque entre fuerzas y aunque siempre han hablado del crimen organizado y de que éste tiene control de grandes territorios municipales, estatales y federales, el esquema se disuelve en una lista de 35 mil muertos, que deja atrás una lista también enorme de asesinos, viudas, huérfanos, secuestros, víctimas inocentes, mensajes de terror, amenazas continuas, tráfico de armas, niños sicarios, manifestaciones de comunidades en favor de los que están fuera de la ley y construyen otra.

De acuerdo con las últimas versiones oficiales vertidas en la propaganda militar, el objetivo era atrapar o liquidar a más de una docena de capos. De esa lista, la mitad ha sido apresada o muerta y por ello se hacen los grandes festejos mediáticos cada vez que cae una cabeza. Nunca sabemos cuántas nacen…

Con estos objetivos que son ahora el parámetro oficial para que concluyamos que vamos ganando y que, apresado El Chapo Guzmán, la guerra chiquita se habrá ganado, se imita la guerra contra Irak, donde Estados Unidos se justificó como policía del mundo, al proponerse detener a Saddam Hussein; sin embargo, por ello, le destruyeron el país a los iraquíes. Aquí igual: por apresar a 15 capos, se han muerto 35 mil mexicanos y la distribución de droga sigue, el narcomenudeo no cesa, la drogadicción sigue aumentando y la espiral va creciendo.

En el fondo es una guerra por la felicidad, pues para millones de mexicanos sumidos en la falta de perspectivas de mejoramiento, viviendo de una despensa, migrando a las ciudades o al extranjero, el consumo de drogas se convirtió en un medio para buscar la felicidad virtual, pagando el costo de la adicción. Los canales de adicción ya no sólo fueron urbanos, sino que se extendieron a los pueblos deprimidos y a las provincias decadentes; aunque la felicidad sea efímera, para muchos es mejor que la felicidad inexistente que ofrecen las instituciones y la realidad brutal de la falta de futuro.

La felicidad que ofrece el narcotráfico es más creíble que la que ofrece la clase política con sus promesas, discursos e informes y que pintan como obra propia, lo que es una obligación que se paga con el erario público. Por eso, pese a las incautaciones de droga, golpes mediáticos y el número de muertos, el narcotráfico no cesa.

Hasta la saciedad se ha argumentado sobre el hecho de que los que intentaron la felicidad en este mundo globalizado mediante el consumo de drogas son adictos y enfermos; sin embargo, el concepto de la guerra mediante la matanza y la prisión, los ha convertido en delincuentes, mezclándolos a todos, hasta crear la nueva especie social, que mata y muere diariamente como diría Marcola, uno de los jefes del narco brasileño, en entrevista a O Globo.

No habrá paz en las prisiones hasta que ésta no sea legalizada y se dé bajo un criterio médico, terapéutico, donde las autoridades penitenciarias tengan facultades de suministrarlas de manera personalizada a los reos, hasta su rehabilitación. De entrada las prisiones deberían ser para curar adicciones.

Limpiar matando, hacinar en prisiones, involucrar a Ejército y Marina, hacer crecer el armamento, las policías de élite y el gasto en seguridad, sin tocar las raíces que dieron lugar a esta gran descomposición y violencia confusa, ha hecho crecer un monstruo, que es ya un tercer protagonista en esta guerra chiquita: el paramilitarismo nacido entre los intereses del narcotráfico y las policías. Su misión: confundirse como bandas y liquidar. Su tarea no es llevar delincuentes a los jueces y tribunales, sino ahorrar procesos penales matando en masa. Son los nuevos señores de la guerra.

Lo más complicado es que todo esto se intuye, pues para todos es más cómodo continuar con la versión de un enfrentamiento entre un crimen organizado de cien cabezas matándose entre ellos y un gobierno que los persigue a todos.

Felipe Calderón vive con emoción la letra del Himno Nacional Mexicano, pero en su interpretación errónea, nos convoca a lanzar el grito de guerra, guerra dando pie a que el extraño enemigo intervenga y construyendo con ello el camino a la restauración del viejo régimen, que ya prepara la ruta de lo que será la futura negociación y la declaración de paz, aunque esta sea la de los sepulcros.

http://www.marcorascon.org



Don Samuel, El Caminante



Don Samuel, El Caminante

Carlos Fazio, La Jornada


Al despuntar 1994, con la novedad de la insurgencia campesino-indígena zapatista, un hombre de la Iglesia católica comenzó a acaparar los noticieros y las primeras planas de la prensa mundial: monseñor Samuel Ruiz García, obispo de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, en el sureste mexicano.

Pero, ¿quién era Samuel Ruiz, esa figura signo de contradicciones, venerada casi como un dios por los indígenas de Chiapas y odiada al extremo por los poderosos de su diócesis? No era un desconocido. En las zonas indígenas del continente americano, desde Alaska a la Patagonia, pero también en Asia y África así como en los ambientes ecuménicos de Europa, El Tatic Samuel había cobrado fama de profeta desde el inmediato posconcilio, cuando comenzó a aplicar los acuerdos del Vaticano II.

Luego, con Medellín (1968) y el despertar de una nueva conciencia episcopal latinoamericana, en contraste con una institución cupular, vertical, predominantemente conservadora y legitimadora del poder y de la ideología dominante, como la que existe en México y en otras latitudes, don Samuel impulsaría un modelo de Iglesia más participativa, más autóctona. En su diócesis de San Cristóbal fue el constructor de una Iglesia con rostro indígena.

Hijo de espaldas mojadas, fue ordenado sacerdote en Roma, en 1949. Diez años después, Juan XXIII lo nombró obispo de San Cristóbal. Tenía apenas 35 años. Había sido formado para ser un obispo tradicional, de poder. Pero a poco de empezar a recorrer la diócesis, aquella realidad de miserias y carencias le golpeó. Se practicaba entonces un indigenismo paternalista en el cual el indio era objeto de la acción pastoral. De la mano del Concilio Vaticano II comenzó a intuir que por allí no era su camino de pastor. Pero fue su transitar por los senderos reales y de herradura de la selva Lacandona, lo que lo encaminó a su propia conversión. No pudo ser indiferente ante tanta opresión, miseria, hambre, discriminación y muerte.

En el último tercio del siglo XX, Chiapas era baluarte de terratenientes, madereros y cafetaleros, en una realidad de peones acasillados como en la Colonia. Durante un tiempo don Samuel fue un obispo pescado: pasó con los ojos abiertos en medio de la opresión, sin verla. Hasta que descubrió al indio marginado. Eso ocurrió cuando dejó de ver sólo iglesias llenas y tomó conciencia de la explotación del indígena y del funcionamiento de las estructuras sociales de dominación clasista.

Supo entonces que el camino nuevo era riesgoso y conflictivo, porque vendrían acusaciones y le endosarían etiquetas de marxista y de una politización indebida. Pero eran los peligros que debía afrontar.

En realidad, como dijo él muchas veces, quienes lo convirtieron fueron los indios. La clave, pues, está en que se convirtió al pobre, a las raíces, a la cultura, al pueblo. Y eso comenzó a mover dentro de sí el espíritu hacia la liberación, la justicia y la paz. Vivió entonces la conversión como un continuum; siempre convirtiéndose durante 40 años.

No fue un camino fácil. Tuvo que dejar atrás inercias, boato, comodidades. Nadie opta por los indígenas sin convertirse a los indígenas, esos Cristos maltratados al decir de fray Bartolomé de Las Casas. Fue, Samuel, un obispo de puertas abiertas. Pero nunca un obispo sentado. Al contrario, fue y seguirá siendo para quienes le conocieron un pastor itinerante, peregrino. Le decían El Caminante. Por eso los indios de Chiapas lo vieron llegar, incansable, montado en su caballo el Siete Leguas, a lomo de burro, en Jeep o simplemente a pie.

Profeta seductor, supo ser un teólogo que cambió los libros por la historia –la historia real, concreta– y puso los pies sobre la tierra. Hombre de frontera y acompañamientos, se convirtió en líder sin proponérselo, con una cauda de autoridad moral enorme, porque siempre estuvo en la frontera de la vida y la muerte. Además, el hecho de haberse esforzado por comprender las lenguas tzeltal, tzotzil y un poco de chol y tojolabal –las cuatro lenguas indígenas predominantes en su diócesis–, muestra cuál fue su actitud pastoral: no fue desde arriba y afuera, sino desde adentro y a la par.

El mejor testimonio de ello lo dio el pueblo pobre de Chiapas el 10 de febrero de 2000. Ese día bajaron de las montañas y entraron en caravana a San Cristóbal de las Casas, por los cuatro puntos cardinales, más de 15 mil indígenas. Habían llegado a la ciudad mestiza para despedir al obispo local, El Tatic Samuel, quien el 25 de enero anterior había cumplido 40 años de servicio episcopal. Llegaron a expresarle su fervor y su cariño. La ausencia del nuncio Mullor y la mayoría de los obispos mexicanos no menguó el brillo y calor de los festejos. La multitud ni siquiera se enteró de las ausencias de los dignatarios católicos, acostumbrados como están al abandono de los poderosos.

Al alba de aquél día, el padre Clodomiro Siller abrió el libro Tonal pohuali y consultó el calendario maya, para saber los signos del día –su tiempo y su espacio– que le tocaban esa jornada al festejado. La fecha era 12 flor. Tres veces cuatro. Cuatro es la totalidad cósmica. Tres, la mediación, el viento entre el cielo y la tierra. El signo que se debe vestir en un día como ese es el quetzal, la hermosa ave de plumas verdes que jamás puede estar en cautiverio. El ave de la libertad. Su lectura fue clara: Samuel, el mediador, el indomable.

No daba todavía el mediodía, cuando la figura de El Tatic apareció por la puerta de catedral portando su bandera verde de Jcanan Lum (protector y guía del pueblo), que le habían entregado los indígenas en Amatenango. Le acompañaban los 13 ancianos principales, como denominan a los sabios de las etnias. Habían llegado de las siete regiones pastorales de la diócesis. Detrás iban diez obispos –monseñor Raúl Vera entre ellos– y un grupo de indígenas que enarbolaban las 52 banderas que simbolizan el siglo maya.

Después vino la oración y la liturgia en tzotzil, ch’ol, tzeltal, tojolabal, inglés y español. Pidieron por El Tatic Samuel y el tatic Vera; por los catequistas de la diócesis, perseguidos, encarcelados y asesinados. Otro ruego que se oyó (cuyo eco llega hasta el presente en este México militarizado, paramilitarizado y mercenarizado), fue por los militares y policías que tienen que cumplir órdenes, para que no se extralimiten en contra de sus hermanos, quizá inspirado en la última homilía del arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, quien clamó: En nombre de Dios, cese la represión, y fue ejecutado por un grupo clandestino del ejército salvadoreño.

En aquellos días, hace 11 años, más de 60 mil soldados, apoyados por aviones y tanquetas vigilaban día y noche a la población maya, que ha protagonizado varias rebeliones a lo largo de su historia. Hoy el número de soldados es menor, pero aumentó el poder de fuego del Ejército con sus tropas de desplazamiento rápido. El pueblo pobre y el fusil de los poderosos enfrentados en esas inmensidades chiapanecas, en una guerra silenciosa que lleva más de cinco siglos.

Habían pasado casi cuatro horas, cuando los 13 ancianos en el templete, junto a don Samuel y don Raúl comenzaron a repartir el fuego nuevo, que marca el fin de un ciclo y el comienzo de otro. El ciclo que terminaba eran los 40 años de Samuel Ruiz al frente de la diócesis. El ciclo por venir despertaba entonces dudas y temores. La sombra de un desmonte de signo conservador planeaba sobre San Cristóbal, igual que había ocurrido antes en Cuernavaca, la de don Sergio Méndez Arceo. Fueron las comunidades indígenas, el pueblo pobre, digno y combativo de Chiapas, el que ese día, como muchas veces antes, identificó y honró a don Samuel, de manera sencilla, como un padre de proyección mexicana, latinoamericana y mundial, y rindió un caluroso homenaje a su pensamiento y práctica liberadora. Pensamiento, acción y acompañamiento, que en el caso de El Tatic han venido nutriendo a un par de generaciones socio-eclesiales del continente y que por ello, sin duda, forma ya parte de la nueva patrística latinoamericana.

Don Samuel siguió teniendo la espalda ancha y hasta el final supo asumir los momentos de tensión, ¡que no fueron pocos!, con ecuanimidad y hasta con ribetes de humor. Será su forma de ser o porque es un veterano apaleado. La experiencia enseña a relativizar, afirmó alguna vez Pedro Casaldáliga. En lo personal, sin compartir su fe, don Samuel nos enseñó el camino de acompañamiento de los indígenas chiapanecos y el pueblo pobre de México.