sábado, mayo 26, 2007

Redefinir la estrategia

El Universal, 26 de mayo de 2007.
Rosa Albina Garavito.
El presidente Felipe Calderón está en todo su derecho de pedir a la sociedad y a las fuerzas políticas cerrar filas en torno al gobierno en la lucha contra el narcotráfico. En términos generales, es poco probable que alguien pueda argumentar su negativa de apoyo al combate contra la delincuencia organizada. Pero sólo en términos generales, porque dada la manera en que se está desarrollando esa lucha, es indispensable la crítica constructiva.
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Los apoyos acríticos se fundamentan en la tesis de que frente al cáncer del narcotráfico, el gobierno no puede quedarse de brazos cruzados, "algo se tiene que hacer". Sin embargo, es irresponsable apoyar la estrategia que parte de una visión parcial del problema, la del control territorial, cuando la delincuencia organizada ya ha controlado otros espacios menos tangibles pero igualmente contundentes, como diversas instituciones del Estado, la economía y la cultura. De esa visión parcial se deriva el uso del Ejército como eje de una guerra sin cuartel. También se aduce que la lucha contra el narcotráfico es cuestión de especialistas, así que la sociedad no debe reclamar injerencia en la discusión sobre el tema; le queda entonces el pasivo papel de observar impávida cómo se libra esa guerra.
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Amnistía Internacional, la Comisión Permanente, la CNDH y diversos sectores y voces de la sociedad demandan al gobierno que saque al Ejército del combate contra la delincuencia organizada. Esa exigencia, a la que me sumo, no implica claudicar frente al avance del hampa; significa reconsiderar la estrategia; una estrategia que además se ha definido unilateralmente, sin antes consensar con las fuerzas políticas y con la sociedad el camino a seguir. Si a esa ausencia de acuerdo previo sumamos los desastrosos resultados conseguidos hasta ahora, no tendría por qué satanizarse la demanda de redefinirla. Esos desastrosos resultados están a la vista en el incremento de la beligerancia de los cárteles de la droga, en las bajas en el Ejército, en las violaciones a los derechos humanos, en la desbandada y protestas de policías ante la indefensión en que se encuentran, sin que ninguno de esos costos se vea compensado por el desmantelamiento de los grupos de la delincuencia organizada.
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No es extraño que frente a la delicada y estratégica decisión de combatir a la delincuencia organizada, el gobierno no convocara a la sociedad y a las fuerzas políticas a la construcción de un pacto para combatirla. Y sin embargo, como en otros ámbitos de la vida política, ese pacto es necesario. No se puede pretender acabar con ese monstruo de mil cabezas sin el compromiso previo de los tres niveles de gobierno y de los tres poderes de la República de cerrar todas las grietas por donde la delincuencia ha penetrado al Estado; es decir, sin hacer una realidad la vigencia del estado de derecho.
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Tampoco puede lograrse erradicar las diversas redes delincuenciales sin un trabajo de inteligencia altamente calificado. Y menos podrá lograrse sin considerar que antes de la descomposición social producida por la delincuencia primero se hizo presente la generada por el desempleo y los miserables salarios. El tráfico de personas no sería la realidad lacerante que es si esas personas no estuvieran dispuestas a correr todos los riesgos con tal de lograr el exilio económico; los ejércitos de sicarios no habrían proliferado si esos jóvenes hubiesen encontrado alternativas dignas de vida. Sin duda, competir ahora con la alta rentabilidad que deriva de la delincuencia organizada como opción de vida es muy difícil, pero más difícil será si continúan cerrándose las alternativas para los jóvenes que intentan entrar al mercado de trabajo legal y formal.
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Es momento no de desplegar una guerra contra la delincuencia organizada en los términos que se está haciendo, sino de definir una política de Estado para erradicarla. Y en ella lo fundamental no son las armas. Para que el país salga bien librado de este trance es indispensable que las fuerzas políticas y la sociedad apoyen al gobierno, pero para que ello suceda se requiere primero que el gobierno convoque a lograr los acuerdos necesarios para que el país deje de ser el terreno fértil en que se convirtió para el auge de la delincuencia organizada.

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