Desaparecidos, la epidemia
En su peregrinar en busca de parientes desaparecidos por el crimen organizado, varias familias del norte del país se fueron encontrando y conociendo; ante la cerrazón de las autoridades recibieron el apoyo de organismos civiles, empezaron a compartir experiencias y se descubrieron unidas en la misma causa. Se agruparon en una red que, en Chihuahua, acaba de celebrar su tercera reunión.
CHIHUAHUA, CHIH., 22 de noviembre (Proceso).- En el salón las mujeres toman apuntes, anotan lo que oyen sobre georradares que detectan restos humanos bajo tierra, la mecánica de las pruebas de ADN, el derecho constitucional a coadyuvar en las investigaciones judiciales, el funcionamiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, los datos de las Naciones Unidas.
Una anciana pregunta: “Si me entregan un saco de huesos y me dicen que es mi hijo, ¿cómo hago para saber que es él?” Las demás copian la respuesta. En esas notas les va la vida: podrían ayudarlas a rescatar al esposo, al hermano, a la hija, al padre que tienen desaparecido.
Esas mujeres ya recorrieron morgues, preguntaron en hospitales, fueron a cárceles, buscaron en terrenos baldíos, tocaron puertas de funcionarios sordos, presentaron denuncias inútiles en procuradurías inútiles, peregrinaron a fosas recién descubiertas…
No encontraron a sus desaparecidos pero sí a muchas familias marcadas por la misma desgracia y con quienes fundaron hace menos de medio año la Red de Defensoras y Defensores de Derechos Humanos y Familiares con Personas Desaparecidas.
Ésta, la de Chihuahua, es su tercera reunión.
“Ya pasaron tres años. Si en la procuraduría no han empezado a buscar a mi hijo, ¿todavía puedo encontrarlo?”, pregunta una madre a la otra, la que da la charla: Norma Ledezma, exobrera juarense quien hace siete años –cuando su hija desapareció– se convirtió en experta investigadora, que pateó puertas y obligó al oxidado aparato de justicia a buscar a la muchacha, hasta que pudo recuperarla y sepultarla.
“Tienen la obligación de buscarlo”, responde Ledezma.
“El Ministerio Público me dijo: ‘A su hijo se lo tragó la tierra’”, comparte una mujer canosa. Ledezma responde enojada: “¡No podemos permitir que se burlen así de nosotros, que no investiguen ni que estén rotando todo el tiempo de Ministerio Público; tenemos que obligarlos!”
El público de Ledezma lo forman más de 60 mujeres y un puñado de hombres de varios estados del país.
Aquí está una juarense que porta la foto de su hija, atrapada en las redes de la trata, dos campesinas guanajuatenses que venden enchiladas desde que sus esposos y otros seis jornaleros que iban a Estados Unidos desaparecieron, las madres de los profesionistas a los que levantaron en Coahuila o Nuevo León, una regiomontana a la que le arrebataron de un jalón a dos hijos y al esposo, policías de tránsito los tres.
“Ya son dos años y dos meses; a este tiempo no creo que sigan vivos”, comparte Gloria Aguilera, quien acumula las tres pérdidas y, aunque llora, se esfuerza por dar la entrevista.
“Si tuviera enfrente a los que se los llevaron les diría: ‘Dime dónde están mis hijos, no me interesa saber por qué ni qué les hiciste, sólo dime dónde los dejaste’. Y así terminaría esta angustia.”
Todos los reunidos llevan la misma herida que no les da descanso. Desde que despiertan su pensamiento es recuperar al ser amado. Algunas madres ruegan a Dios que les permita saber siquiera dónde quedaron los restos de sus hijos para sepultarlos, tener dónde llorarles y ponerles flores. Para que acabe la tortura de la incertidumbre.
Antes de llegar aquí soportaron comentarios demoledores: “Venía gente a decirme que a los desaparecidos les echan ácido, que no tardaban en enviarnos su cabeza”, dice la esposa del jornalero guanajuatense Jaime Rodríguez.
Otras fueron estafadas: “El abogado Víctor Hugo del Toro nos dijo que los encontró en la SIEDO muy golpeados, incomunicados; nos cobró 13 mil pesos para poner un amparo y nomás lucró con nuestro dolor”, cuenta la esposa de Juan Miguel Bustamante, detenido con su sobrino por policías federales en Veracruz.
Todos pasaron por la burla de las autoridades que no investigan: “Fuimos cada 10 días a Coahuila a entregar pruebas hasta que nos dimos cuenta de que nada de lo que llevábamos quedaba en el expediente”, afirma la madre del ingeniero José Antonio Robledo, capitalino desaparecido en Monclova.
Sufrieron la incomprensión de quien quiere verlos resignados: “Te dicen que no busques, que es riesgoso. ¿Si a mi hijo no lo busco yo, quién lo va a buscar?”, exclama la madre de Óscar Germán Herrera Rocha, levantado con sus compañeros de trabajo por policías de Torreón.
La Casa de Cursillos de Cristiandad, sede del encuentro, es un hervidero de emociones y discusiones: “¿Cómo vamos a pedir una fiscalía especial si en Coahuila el gobierno está embarrado?”, “Nuestra propuesta es hacer una marcha al DF porque en la procuraduría no han hecho nada”, “Ya hicimos un plantón en Monterrey y no nos hicieron caso”, “Ya marchamos al DF y es desgastante, Calderón no te va a recibir ni va a hacer nada”.
En otros momentos intercambian datos, descubren que varios desaparecieron en un mismo tramo carretero, plantean crear un blog que rescate las biografías de sus ausentes, se dan ánimos para seguir buscando. Pero sobre todo lloran. Y mucho. Cuando se presentan y hablan del familiar que buscan, cuando dibujan grandes corazones con el nombre del ausente o cuando preguntan en voz alta cómo se identifican unos restos.
Las ausencias
El germen de este encuentro podría fecharse hace tres años en Coahuila, cuando en las misas comenzaron a escucharse frecuentes peticiones por el retorno de tal o cual desaparecido. Cuando las organizaciones de derechos humanos vinculadas con la Iglesia comenzaron a notar el fenómeno ya tenían en la recepción a familias desesperadas que habían peregrinado infructuosamente por las oficinas gubernamentales.
El obispo de Saltillo, Raúl Vera y el Centro Diocesano para los Derechos Humanos Fray Juan de Larios los atendieron. En febrero pasado ya tenían más de 100 casos documentados: algunos de familias enteras levantadas, camionetas con docenas de personas que se habían hecho invisibles, cuadrillas de profesionistas secuestrados. Así nació Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila.
Casi sin proponérselo otros organismos del norte se fueron aglutinando: Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos (CADHAC, que atiende a presos en Nuevo León), Nuestras Hijas de Regreso a Casa (creada a raíz de los feminicidios en Ciudad Juárez), la Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos (Cosyddhac), entre otros.
La red era inevitable. Nació el pasado 26 de junio en Saltillo, apadrinada por Raúl Vera. El 21 de agosto la reunión fue en Monterrey y el pasado sábado 13, en Chihuahua.
“La primera reunión fue impactante: en la sala había alrededor de 80 personas. Ahí estaba una mujer que dijo: ‘A mí me desparecieron a mi esposo, a mi hijo de 9 años y a mis cuñados’. Y yo pensaba cómo puede estar de pie esta mujer”, recuerda Lucha Castro, coorganizadora del encuentro más reciente.
Castro pasó de defender los derechos de las mujeres a estudiar los marcos jurídicos para documentar las desapariciones forzadas: descubrió que el delito no está tipificado en Coahuila, Tamaulipas ni Nuevo León; documentó que el Ejército desapareció a tres miembros de la familia Alvarado, en Buenaventura, Chihuahua, por lo que el Estado mexicano es juzgado en cortes internacionales.
“Hablamos de desaparición forzada, según la definición de la ONU y la OEA, cuando se priva de la libertad a personas por agentes del Estado, paramilitares o con la complicidad de las autoridades, porque es claro que no hay grupos que no estén permeados por agentes del Estado, municipales, estatales o federales”, afirma Castro.
Los testimonios de varias familias de la red dan cuenta de ello: es el caso de un hombre y su sobrino, juarenses, que vacacionaban en Veracruz y fueron llevados a la SIEDO, de donde nunca regresaron; de los dos veterinarios detenidos por militares en el fraccionamiento Nazas, de Torreón, durante un operativo; de los ocho jornaleros guanajuatenses levantados en una carretera de Coahuila por presuntos federales.
La complicidad se hace evidente en el caso de los cuatro profesionistas que transitaban por Torreón y fueron detenidos por policías que los entregaron a Los Zetas para que pidieran rescate, o del ingeniero capitalino al que policías-halcones de Castaños, Coahuila, señalaron, después de haberlo detenido por circular a exceso de velocidad.
“Su pecado fue que traía una X Trail 2004, que era chilango y que trabajaba para ICA (…) Sabemos que los secuestradores llamaron a la compañía, creemos que pidieron que pagara el derecho de piso y agarraron a mi hijo como rehén, pero a la compañía le valió”, narra la madre del ingeniero Robledo Fernández.
A esta tercera reunión acudieron enviados de la oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y de Amnistía Internacional (AI). Se contó con la asesoría telefónica de una integrante del Equipo Argentino de Antropología Forense, quien explicó los alcances de la prueba de ADN.
La experiencia de las madres de Juárez, que se convirtieron en investigadoras al rastrear los cuerpos de sus hijas, le sirvió a las familias de los desaparecidos para saber que tienen derecho a pedir copias de los expedientes, a estar presentes en las diligencias del Ministerio Público o enviar preguntas a los sospechosos interrogados.
Acciones terapéuticas
En el suelo hay coloridos dibujos que elaboraron las mujeres en un ejercicio de conexión con los sentimientos. Uno muestra gente en una casa de la que sale una víbora. Abajo, la inscripción: “Éste es el camino de regreso a casa”.
Otros son corazones, árboles de la vida, casas vacías o frases como “te extraño, te quiero, Raúl, mi amor”, “René, te quiero mucho y siempre te traigo en mi corazón”, “qué alla justicia”, “yo, Dios, te pido fortaleza y ayuda”, “por amor a mi hijo sigo en la lucha”,“familia trizte pero luchona contra el mounstro”, “un caminar incansable, sin final”.
El dolor está a flor de piel en esta concentración de 65 familias que tienen perdido a uno de los suyos. Comenzaron a llorar desde el momento de las presentaciones, cuando escucharon las frases: “Se llevaron a mi hija”, “Fue mi esposo que desapareció”, “Levantaron a mis dos hijos”, “Mi papá no volvió…”
“Hablar otra vez de eso es muy duro, es revivirlo, y uno trata de evitarlo porque es algo que no tiene solución, una herida abierta. Ni yo misma sabía si iba a poder hacerlo”, explica la trabajadora social Concepción Cruz Chávez, quien además de ayudar al grupo es una de las buscadoras: su hermano desapareció hace dos años y medio.
Ella es parte del equipo de 60 terapeutas que se reunieron tras leer en Proceso (número 1762) un reportaje sobre la necesidad de apoyo a los huérfanos por la violencia en Juárez.
“Los profesionales también nos damos cuenta de que el Estado no ha dado respuesta porque toda esta estrategia contra el crimen organizado ha impactado fuertemente en la comunidad y eso no lo previeron. Como sociedad civil estamos sensibilizándonos y haciendo algo, no podemos esperar que el gobierno lo haga”, explica el psicólogo Alberto Rodríguez Cervantes.
Las familias llegaron con miedo al ejercicio de abrir el alma para mostrar su herida, decepcionados de los psicólogos de la PGR o del DIF, quienes con palmaditas en el hombro les piden que se calmen o insisten en que no expongan al resto de su familia buscando al perdido.
Pero la terapia que recibieron fue distinta. Es exportada de otras experiencias de atención a comunidades víctimas de violaciones a los derechos humanos; es comunitaria ya que todos aquí saben lo que es la incomprensión hasta de la familia propia, que los considera enloquecidos por aferrarse a la búsqueda.
“Muchas se resisten al apoyo psicológico porque sienten que significa empezar el duelo o dicen ‘¿por qué voy a ser apoyada yo si mi familiar está sufriendo?’. Una madre decía que no podía sentirse bien porque tiene miedo de que al sentirse mejor deje de buscar; otra dijo que le gustaría que un familiar se lleve a sus demás hijos porque siente que la desenfocan de buscar al que le falta”, explica la psicóloga Rossina Uranga.
Los varones tuvieron su terapia aparte. Ante sus pares expresaron lo duro que es mantener el rol de “hombres fuertes de la casa”.
“Uno contaba que se tiene que encerrar a llorar en el baño por su hijo, porque esta cultura machista le exige ser el fuerte de la familia. Pero toda su vida se vino abajo: perdió el empleo, se enfermó, está en tratamiento psiquiátrico y toma cantidades impresionantes de pastillas para dormir”, agrega Rodríguez Cervantes.
En la sesión todos compartieron las fortalezas que les permiten continuar su búsqueda, las cosas que deben transformar para seguir adelante, los recursos que descubrieron. A diferencia de otras terapias de duelo, basadas en la resignación, en ésta terminaron fortalecidos para las batallas venideras usando su propio coraje, frustración y rabia como motor.
Una vela gruesa alumbra el centro del salón: es el cirio que hace una década entregó Irene Khan, entonces directora de AI, a las mamás de las muertas de Juárez y que hoy sirve para acompañar la lucha por recuperar a los desaparecidos. La acompañan decenas de fotografías de los jóvenes y adultos que no regresaron.
La llama se transmite de vela en vela. Consuelo Morales, religiosa y directora de CADHAC, guía la oración final: “No desaparezcan a su familiar en el olvido, la única esperanza que su familiar tiene son cada uno de ustedes; caminando juntos (…) los vamos a buscar para que no los vuelvan a desaparecer”.
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