Mariana Mora
La Jornada
Resulta inevitable asociar el intercambio de la semana pasada que se dio entre Javier Sicilia, las demás víctimas de la violencia y Felipe Calderón con otro acto de trascendencia nacional, el diálogo entre el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el gobierno federal en San Andrés S’akamchen de los Pobres. Las condiciones actuales son muy distintas a 1996, y sin embargo de ambos diálogos se desprenden dos aprendizajes que vale la pena resaltar.
El primero, la gran distancia del gobierno y la esfera de la política oficial frente a las experiencias y los reclamos de la población. En San Andrés, el gran esfuerzo que el EZLN y sus asesores le dedicaron a hablar, interpretar y traducir la realidad de los pueblos originarios, sensibilizó a una sociedad que había olvidado a los pueblos indígenas, pero el gobierno se mostró incapaz de escuchar, renuente a ver al otro como igual, con tal perfidia que aún no se cumplen los acuerdos de San Andrés en materia de derechos y cultura indígenas.
Esa misma intransigencia reflejó la mirada de Felipe Calderón en Chapultepec, que hizo del dolor un informe de gobierno, que convirtió preguntas legítimas en un simulacro de rendición de cuentas, que respondió a la exigencia de justicia justificando el ataque frontal contra el crimen organizado y eludiendo los reclamos legítimos de las víctimas al echarle la culpa a agentes estatales y municipales o a gobiernos del pasado. Reiteró que la estrategia de guerra no es negociable.
El intercambio que mejor evidenció lo imposible del encuentro se dio entre Calderón y Salvador Campanur, de Cherán, Michoacán, pueblo que desde hace meses se protege y protege sus bosques de la tala de árboles por parte del crimen organizado, con mecanismos de autodefensa propios de los pueblos purépechas. Salvador describió la situación actual como parte de una larga política de exterminio, que si bien ahora llega al clímax porque el crimen organizado está pelando la montaña al grado de dejarla irreconocible, tiene una larga historia de represión, racismo y saqueo por parte de empresarios, paramilitares y políticos porque, a la agresión del Estado y sus cuerpos represivos, se suma una criminalidad que cuenta siempre con el cobijo de las autoridades y la impunidad del sistema de justicia
.
La emergencia que vive su pueblo y la mayoría de los pueblos indígenas en el país tiene que ver con la sobrevivencia de la gente, con un peligro inminente a perder la vida humana y la vida social y cultural de sus comunidades. Frente a la compleja realidad dibujada por Salvador, la estrategia mediática del Presidente fue responder en purépecha que juntos trabajaremos para resolver el problema
y enfatizar que también le preocupan muchos los bosques de su tierra natal, por eso ha peleado por fortalecer a la policía forestal
.
Si el simulacro del gobierno para entablar un diálogo es una dura lección, hay otro aprendizaje que nos llena de nuevo aliento: la capacidad de la sociedad civil de crear espacios de diálogo donde emergen lenguajes novedosos y dinámicos que permiten imaginar otras formas de actuar, otros caminos y futuros posibles. En San Andrés la burla al diálogo
por parte de los representantes del gobierno contrastó con las dinámicas entre el equipo de asesores del EZLN y debates en los encuentros de la sociedad civil. En Chapultepec, las intervenciones de las y los portavoces de miles de víctimas de esta guerra apuntaron hacia otro vocabulario, arma necesaria para buscar salidas a este aparente callejón del encierro. Aportaron letras nuevas al alfabeto social.
Separaron lo admisible de lo inadmisible. Expusieron enfáticamente que son ellos, las familias agraviadas de las víctimas, quienes se plantan dignamente ante los criminales y ante la omisión y colusión de las autoridades para declarar ya no queremos más muertes
. Expresaron lo que consideran adecuado y lo que es inadecuado. Fueron ellos y los que nos sumamos al reclamo quienes establecemos el criterio que distingue lo aceptable de lo inaceptable.
Julián LeBarón aportó otro elemento a la construcción de un nuevo sentido común, el reclamo por todas las víctimas: todos los muertos son nuestros, todos nos confrontan al fracaso del modelo social en el que sobrevivimos día a día. Ustedes nos dirán que esas víctimas son criminales, pero hay que ver quiénes fueron estas víctimas, dónde vivieron, bajo qué condiciones, en qué les fallamos. Vean bien nuestros rostros. Escuchen bien nuestras palabras. ¿Parecemos bajas colaterales, criminales?
Por último, las palabras de Norma Ledezma agregaron otro componente a este nuevo imaginario público, dotando de contenido la palabra justicia, al explicitar que no se puede construir la justicia sepultando el pasado
. La justicia se inicia con una afirmación colectiva que asume a todos los muertos como nuestros, establece un mandato, un ¡ya basta!, y afirma criterios para que lo que sucede simple y sencillamente no siga sucediendo. Este vocabulario, producto de los encuentros y diálogos entre víctimas, sirve como una plataforma inicial para asumir los retos que tenemos por delante.
Este texto fue elaborado mediante un proceso colectivo de la Red de Feminismos Descoloniales
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