Adiós al Presidente de la Muerte
HUGO L. DEL RÍO
05 de diciembre 2012
Felipe Calderón tiene motivos para estar
orgulloso. La guerra contra el narco dejó suficientes bajas para ocupar un
lugar en la Historia de los conflictos armados. En Corea, de 1950 al 53,
murieron 54 mil militares norteamericanos. En los casi 15 años que duró la
locura de Viet Nam perdieron la vida 56 mil 370 castrenses estadunidenses. Los
muertos, en México, son muchos más. La cifra mínima que se maneja es de 50 mil;
la máxima, de 150 mil. Pero no toman en cuenta a los desaparecidos: ni se sabe
cuántos son. Muchos de ellos fueron levantados hace años: los muchachos de
Ciénega de Flores y los petroleros de Cadereyta, para citar sólo dos ejemplos
locales. Y de los secuestrados, ¿cuántos yacen en narcofosas o fueron disueltos
en los infames tambos de los verdugos? Y ahora el Presidente Peña Nieto ordena
más de lo mismo a los secretarios de la Defensa Nacional y Marina-Armada.
Aunque la directiva no causa sorpresa ni asombro, como sea es un trago muy amargo.
Ya había dicho el mexiquense que de entrada no iba a regresar a la tropa a sus
bases, buques y cuarteles. Lo que entendemos es que el doctor y almirante
Mondragón, hacedor de milagros –saneó a la policía defeña: vaya hazaña— se
aplica de tiempo completo a organizar la entidad que estamos exigiendo a gritos
desde hace años: la Gendarmería Nacional. Son útiles las experiencias, sobre
todo de Italia, España, Francia, Colombia, Chile y, hasta cierta medida, Perú,
Pero, claro, la crisis de México tiene características propias. El enemigo más
peligroso no son los cárteles: es la corrupción. Pero en el defe don Manuel
Mondragón logró vencer al dragón. No es lo mismo triunfar en una ciudad, así
sea una macrópoli como la capital de la República, que imponer la ley y el
orden en nuestros dos millones de kilómetros cuadrados. Pero MM es un hombre
singular. Si alguien lo puede hacer, es él. Necesitamos –perdón por hacer este
tipo de comparaciones: soy antifranquista hasta la médula—algo parecido a lo
que fue la Policía Armada española antes del Pacto de Moncloa: una institución
civil con cierto nivel de preparación militar, equipada con carros pesados
dotados de blindaje adecuado y armamento semipesado y helicópteros, igualmente
con corazas protectoras y armas de defensa y ataque. Pero, desde luego, sin el
espíritu represivo del franquismo: lo ideal no es matar a los sicarios, sino
capturarlos para que brinden información. Tenemos que sacar de esta pelea a los
soldados y marinos. Se les impuso una tarea para la que no están preparados.
Los hombres y mujeres bajo banderas son, casi todos, personas decentes con
espíritu de servicio y sacrificio. Pero, al igual que en todos los Ejércitos de
Aire, Tierra y Mar del mundo, hay sicópatas, troperos enfermos: asesinos y
torturadores, para acabar pronto. En Nuevo León sabemos de estas cosas. No hay
dolor comparable a la muerte de un hijo; y peor si se trata de un muchacho
joven, promesa del futuro, abatido a la mala por gente de la milicia con
patologías peligrosas. Y todavía, aparte de abatir al doctor Otilio Cantú,
estas bestias que deshonran el uniforme pretenden presentarlo como un
delincuente. Ya lo han hecho en varias ocasiones: en el Tec, en Ciudad Anáhuac.
Y no se sabe que hayan sido castigados. En la nota que publicó ayer en El
Norte, el médico Otilio Cantú González –texto escrito con sangre de una alma en
sufrimiento— clama justicia:”No, no son los muertos de Calderón, son los
muertos de nosotros, son el pueblo que puso la cuota, a nosotros nos tocó que
el corazón se destrozara, llorarlos, enterrarlos si fue el caso, otros ni
siquiera eso pudieron hacer, y seguir recordando la forma artera de sus
asesinatos”. Adiós, señor Calderón. A donde quiera que vaya, camine erguido,
con la frente en alto. Tiene motivos para estar orgulloso: usted fue el
Presidente de la Muerte, la impunidad y la descomposición moral de México.
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