viernes, julio 03, 2009

DE ARGUMENTOS NULOS Y DE SONÁMBULOS,

MÁS UN ACUSE DE RECIBO PARA TOMÁS CORONA
Benjamín Palacios Hernández

15diario, Nº 318, 3 julio 2009

I
No ha sido el caso, el mío, que hasta ahora me diese la regalada gana de responder. Apenas ayer pude leer la variopinta correspondencia atrasada, a veces copiosa, otras escuálida. He de decir que –aparte algunos naturales claroscuros, y sobre todo a juzgar por la manera y la calidad del único antecedente de algo parecido a una polémica que he sostenido en este diario– es grato encontrar interlocutores que no recurran al infundio consciente, a la omisión deliberada de los argumentos del contrario ni, en suma, al antiguo recurso de evitar el jaque mate sacando la pieza del tablero. Todo ello con tal de salvar la cara y, por si fuese poco, escribiendo como los ungulados; es decir: con las pezuñas.

En las disputas académicas, políticas, ideológicas o meramente personales, es difícil eludir la intención de aplastar al contrario, y salvo muy contadas excepciones se echa a un lado un principio elemental y que debiese estar perennemente presente: la posibilidad de que el adversario puede tener la razón. Yo mismo he incurrido más de una vez, no lo dudo, en estos excesos. Y es que la tentación de escuchar el resonar de nuestras armas aceradas en la polémica es con frecuencia irresistible. Cuando poseemos esas armas estamos siempre ante el riesgo de deslizarnos hacia la soberbia. Cuando esas armas no se tienen pero se cree que sí, la penitencia es el ridículo.

Yo no reniego ni abdico al derecho de hacer uso extensivo de la ironía ni del sarcasmo, su variante más cruel. Siempre he creído que estos recursos son no sólo válidos sino necesarios, según sean los argumentos del contrincante y el sustento ético de sus posturas. No puedes ser parsimonioso con el vociferante ni comedido y amable con el asno. Mucho menos con aquellos, que son legión, a quienes no los mueve la razón sino el interés.

En resumidas cuentas y sobre estos presupuestos elementales, no tengo empacho alguno en declarar que también yo me equivoqué al prever tu reacción, Tomás. Asumo en lo que valen tus juicios y valoraciones, acepto tu disculpa y te ofrezco la mía en todo aquello en que “haya menester”. La única desgracia es no poder aceptar la cerveza, pues soy abstemio de toda la vida. En cualquier caso el líquido es lo de menos, y todo se andará.

II
En este país se va siempre a contrapelo de las tendencias generalizadas. Cuando no ha sido así, se llega a ellas con retraso. Así ha ocurrido, ahora, con los ríos de tinta vertidos en torno al llamado voto nulo. Por un lado aquellos que se montan sobre cualquier cosa con tal de obtener su minuto de gloria en los medios, que se erigen en paladines de la “causa” del momento y, pasado ese instante, se olvidan de sus furores ciudadanos a la espera de la siguiente ola de la moda.

Por el otro los “partidos” (de algún modo hay que llamarlos, insisto) y las instituciones oficiales; es decir: todos aquellos para quienes el voto es, en última instancia, la fuente primigenia de su existencia y de sus ingresos. En ambos casos los argumentos son desdeñables. Los primeros por ingenuos, endebles e insuficientes en el mejor de los casos; los segundos simple y llanamente por falsos.
Es verdad que no todos los ahora novedosos “anulistas” son cuestionadores de ocasión. La masa de ellos, sin duda, no lo es, a diferencia de quienes cabalgan sobre el prurito de “la dirigencia”. Hay incluso otros, ni “masa” ni “dirigentes”, ni anuladores ni defensores de su estatus en alguna burocracia partidaria. Sin embargo sus argumentos en contra del voto nulo o de la abstención comparten un suelo común con los de los defensores del estado de cosas: desde la eterna cantilena de “nuestra incipiente democracia”, una democracia tan sui géneris que vive en una infancia perpetua, hasta el torpe chantaje –retomado ahora en un spot por un partido tan moderno, tan de izquierda y tan límpido como el PRD– según el cual si no votas, no tienes derecho a quejarte post festum.

Lo que ha sido una grotesca insuficiencia de nuestro sistema “democrático” –el derecho al pataleo pero no a la toma de decisiones; libertad de quejarte porque te pasan la aplanadora por encima pero no de dinamitar esa aplanadora– se convierte así en un derecho perseguible y para el cual tienes que hacer méritos: si quieres seguir quejándote de nosotros, vota por nosotros.

El sufragio ha tenido una historia tragicómica. En tiempos formaba parte de un ritual y nada más. Después, con la “modernización”, se lo transformó en voto útil bajo el pretexto de sacar al PRI de Los Pinos, sin importar con quien lo sustituyeses. La penitencia no tardó en llegar en la persona de Fox. En el ritual siguiente se exigió a voz en cuello, de nueva cuenta, la rendición del voto libremente decidido “para cerrar el paso a la derecha”... la misma derecha a la que antes, con el mismo entusiasmo, se le había “abierto el paso”.

Ahora se exige, se suplica y se amenaza para conseguir que se vote por quien sea, pero que se vote. Para no desperdiciar ese derecho, se dice, un derecho tan sacrosanto para algunos como inútil para muchos. Para que puedas quejarte después, en el colmo de un cinismo inconsciente y por ello mismo más deleznable. Porque no todos son malos, sostienen, como si el problema fuesen los caracteres individuales y no un sistema cerrado y autosustentable, que por si fuese poco se ha revelado sumamente eficaz para absorber y transformar también a “los buenos”.

Incluso aquellos que sostienen las posturas más sinceras contra el voto nulo operan bajo pautas de un razonamiento cautivo y no consciente. Ante la maraña de complicidades, corruptelas, ambiciones, ineficacias, ineficiencias y mil etcéteras más que otorgan su perfil a nuestro sistema político, se aferran a supuestos. Suposiciones que se concentran en la desesperada afirmación de que “sí hay por quien votar”. Para ello dan por sentado algo que habría que probar, en desigual lucha contra lo que la realidad ha demostrado que no: que existen “partidos de izquierda”.

Hace tan solo unos meses ese carácter se atribuía en monopolio al PRD. Ahora, no tanto ante las evidencias siempre tan claras, sino lamentablemente porque el aparato se distanció del caudillo, se pretende insertar en la cabeza de los votantes especies tan extravagantes como la consideración de que el PSD, el PT y Convergencia son partidos de izquierda. ¿Por obra y gracia de quién? Operibus credite, et non verbis, y menos si las palabras provienen de traidores profesionales y vividores de la política no menos profesionales.

Pero todo esto, aun con su extrema gravedad, pertenece al terreno del anecdotario comparado con el problema real y de fondo. Se trata de aquel reino de las apariencias que ha logrado operar, para todos los efectos, con mayor eficacia que las realidades. Aquel “no lo saben, pero lo hacen” cuya fuerza inercial ha conseguido penetrar las conciencias incluso de los inteligentes, que creen –como los sonámbulos de Arthur Koestler– luchar contra lo existente cuando en realidad caminan sobre su suelo y sobre sus presupuestos.

Para no repetir lo que ya dije en aquel artículo (con nulos efectos, por lo visto), y para no abusar del espacio, remito a quienes tengan la capacidad de asumirlo a alguien que lo dijo mucho antes que yo y de mejor manera, el Lukács de Historia y conciencia de clase, escrito en 1923:
"(...) el Estado de la sociedad capitalista tiene que entenderse y estimarse como fenómeno histórico ya durante su existencia. Se trata de ver en él, por lo tanto, una mera formación de fuerza que hay que tener en cuenta en la medida, y sólo en la medida, de lo que alcanza su fuerza real, pero examinando al mismo tiempo con toda exactitud y falta de prejuicios las fuentes de su fuerza. Y el punto de fuerza o de debilidad del Estado es precisamente el modo como se refleja en la conciencia de los hombres. La ideología no es en este caso mera consecuencia de la estructura económica de la sociedad, sino también presupuesto de su tranquilo funcionamiento" (Georg Lukács, Historia y consciencia de clase, Editorial Grjialbo, México, 1969, pp. 271-72).

Desde otro enfoque: es el precio que hay que pagar por entender la propia actividad tan sólo como “oposición”; una actitud que, según Lukács, significa que “se acepta lo existente como fundamento en lo esencial inmutable”, de modo que todo esfuerzo sólo puede tender a conseguir lo que sea posible lograr dentro del ámbito de vigencia de lo existente. Pero “al entender el Estado como objeto de la lucha y no como enemigo, se sitúan intelectualmente en el terreno de la burguesía y tienen la batalla medio perdida antes de empezarla”.

Más claro, ni el agua del proverbio.

Algunos ganaron, perdiendo, esa batalla. Asumieron al Estado como objeto de la lucha; no lo conquistaron, sólo tomaron el gobierno o parte de él. Y entonces vino la absorción. Y ahí están ahora, no intentando “transformar el mundo” sino defendiendo sus privilegios adquiridos y buscando más. ¿Por eso y para eso hay que votar?

Como solía decir mi abuela, que no sabía latín ni leyó a Lukács: “el que por su gusto es buey, hasta la coyunda lame”... aunque no sepa que es buey.

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