Raúl Zibechi
Los procesos políticos que suceden en el cono sur de América Latina suelen ser considerados, por unos cuantos analistas, en sintonía con la experiencia de las socialdemocracias europeas. Sin embargo, presentan particularidades que impiden utilizar conceptos nacidos en otros tiempos para comprender otras realidades, ya que los gobiernos llamados progresistas responden a procesos originales en un momento muy particular del capitalismo global.
Después de la Segunda Guerra Mundial se generalizó en buena parte de Europa occidental un modelo que implicó una clara ruptura respecto a las socialdemocracias de las primeras décadas del siglo XX, incluso aquellas que fueron catalogadas como reformistas por los revolucionarios de la Tercera Internacional. Así, los nuevos partidos socialdemócratas controlaban los grandes sindicatos a través de los cuales monopolizaron la representación del mundo del trabajo. En segundo lugar, aceptaron sin rechistar la economía de mercado y establecieron compromisos con las burguesías que se plasmaron en el Estado del bienestar, que beneficiaba a las clases que en la preguerra habían luchado entre sí por la hegemonía en la sociedad. Por último, un vasto aparato de control partidario aseguraba el cumplimiento de los pactos sociales, correspondiendo a la socialdemocracia el control del trabajo en el taller a través de una vasta burocracia partidaria y sindical.
En América Latina, lo más cercano a este modelo fue el varguismo en Brasil y el peronismo en Argentina, que se apoyaron además en la creación de grandes empresas estatales que jugaron un papel destacado en el proyecto desarrollista. Estos procesos, al igual que las socialdemocracias europeas, estuvieron estrechamente ligados a la potencia de la clase obrera organizada en sindicatos, donde la base tenía cierto margen de maniobra con el que las burocracias estatales y sindicales debían contar a riesgo de verse desbordadas desde abajo. Los trabajadores tenían derechos que no estaban en cuestión, y la mayor parte de los de abajo se referenciaban en esos derechos, ya sea para defenderlos o conquistarlos cuando aún no habían sido reconocidos.
El progresismo sudamericano tiene una genealogía completamente diferente. Es, en todos los sentidos, hijo del neoliberalismo, o sea de la impronta del capital financiero y del enorme poder de las empresas multinacionales, a las que hoy ningún Estado tiene capacidad de controlar. Las diferencias entre ambos proyectos no son menores. La cúspide del poder la comparten un Estado disminuido, incapaz de dirigir la sociedad, y capitales poderosos en los que tienen un peso considerable los fondos de pensiones, coadministrados por ex dirigentes de las centrales sindicales. Esto hace que hoy los estados apoyen los procesos de concentración y centralización del capital, que busca así competir en mejores condiciones en el mercado global. Es lo que está haciendo el gobierno Lula, apoyando fusiones y creando las condiciones para que las empresas brasileñas se conviertan en grandes multinacionales.
En segundo lugar, los progresistas ya no hablan de derechos universales, sino de inclusión
y ciudadanía
, que pretenden construir en base a transferencias monetarias que son en realidad nuevas formas de clientelismo. Como han renunciado a cualquier reforma estructural, que creen espantaría a los inversionistas, se limitan a mitigar la miseria de las mayorías con migajas que no incomodan ni dificultan la acumulación ni la expropiación de los bienes comunes que realiza a diario el modelo extractivista. En tercer lugar, como no estamos ante un modelo productivo sino especulativo, financiero-extractivista, no puede haber ni derechos, ni Estado social, sino creciente marginalización de los de abajo, que se resuelve con asistencialismo y militarización de las barriadas periféricas pobres.
En resumidas cuentas, profundización del capitalismo, desorganización creciente de la sociedad, domesticación de la mayor parte de los movimientos, y represión para los obstinados. Esto se completa con una novedosa asociación entre capital y Estado, convertido en una suerte de central de inteligencia
que orienta la centralización y verticalización del capital, según la feliz expresión del sociólogo brasileño y fundador del Partido de los Trabajadores Luiz Werneck Vianna (IHU Online, 21 de marzo). Por lo que conozco, es en Brasil donde con mayor intensidad se está debatiendo la deriva del progresismo, quizá porque el nuevo imperialismo brasileño comandado por Lula, fue un golpe político inesperado para la generación de fundadores del PT.
De la mano de los gobiernos progresistas, y a la sombra de la futura quinta potencia global, está naciendo un nuevo modelo de sociedad diferente de lo que conocíamos hasta ahora, como diferente es el modelo chino. El sociólogo Francisco de Oliveira, también fundador del PT, lo define como una base muy amplia de pobres y arriba una clase formada en el proceso de concentración y centralización del capital (IHU online, 22 de marzo); que no son en rigor los clásicos burgueses, o sea que no están sólo los propietarios de los medios de producción sino una amplia camada de administradores, muchos de ellos provenientes de la izquierda y los sindicatos. Esta es una de las novedades. La segunda, es que los pobres tienen ahora acceso al consumo: teléfonos celulares, ropa de baja calidad, motos y a veces hasta coches en cuotas.
Pero el poder del trabajo es cada vez menor, a diferencia de lo que sucedía con la socialdemocracia que, mal o bien, buscaba evitar un deterioro del poder de sus representados para mantener el suyo. Cuando el Estado ha sido cooptado por el capital centralizado y los movimientos convertidos en meras organizaciones, calco y copia de las ONG, relanzar la lucha social no será tarea sencilla. Entre otras razones, porque el progresismo y sus intelectuales buscan erradicar el espíritu crítico, la creatividad colectiva y el deseo de confrontación que caracteriza a cada ciclo de luchas.
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