domingo, septiembre 09, 2007

Editorial de La Jornada. Golpismo televisivo.

Ante las propuestas legislativas para eliminar la propaganda política pagada en los medios electrónicos, el poder de facto de la televisión y la radio comerciales ha respondido con una campaña de hostigamientos, presiones, amenazas y chantajes contra legisladores federales, y ha emprendido una cruzada de desinformación y envenenamiento de la opinión pública.
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En un esfuerzo por torpedear los cambios previstos a la legislación electoral, la Cámara Nacional de la Industria de Radio y Televisión (CIRT), encabezada por el duopolio televisivo y hablando en nombre de “los mexicanos”, se ha pronunciado contra la necesaria moralización de la autoridad electoral y contra la remoción de los consejeros del IFE que, con su actuación turbia y parcial, llevaron a ese organismo a una sima de desprestigio.
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En particular, Televisa y Tv Azteca han buscado presentar a Luis Carlos Ugalde no como el funcionario que permitió y propició el desaseo generalizado en los comicios presidenciales del año pasado, sino como una víctima de supuestos afanes revanchistas de los partidos políticos.
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En la hora presente, las grandes corporaciones mediáticas no defienden la “autonomía electoral”, “la libre manifestación de ideas y opiniones” y mucho menos el “derecho a la información” de los ciudadanos, derecho que ha sido sistemáticamente conculcado por los concesionarios mediante coberturas desiguales, parciales, al servicio de sus propios intereses político-empresariales y casi siempre sumisas al poder presidencial. No hay mejor ejemplo que el desmesurado tiempo en pantalla que las dos empresas televisivas privadas concedieron durante esta semana al propio Ugalde, y el contraste con la cerrazón para difundir los señalamientos de los legisladores en torno a las presiones a que han sido sometidos.
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Resultan paradójicas, por aldeanas, las supuestas convicciones “democráticas” y “modernas” con que los consorcios mencionados defienden una relación particularmente antidemocrática, oligárquica y atrasada entre el poder político y los poderes de facto corporativos y mediáticos, en la que a éstos les es dado servirse con la cuchara grande del presupuesto nacional, medrar con un espectro radioeléctrico que es propiedad pública y hasta imponer leyes para llevar sus privilegios a niveles de rapiña y depredación de los bienes del país.
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En el fondo, lo que los concesionarios pelean es la preservación de la astronómica oportunidad de negocio en que se han convertido las contiendas electorales y el río de dinero que les representan unas campañas políticas basadas en el marketing y en la profusión de anuncios pagados. La lógica misma de esa modalidad perversa de proselitismo tiende a convertir las confrontaciones partidistas en duelos de dispendio de recursos –públicos, para colmo– y a degradar el debate de ideas y programas hasta convertirlo en guerras de lodo.
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La desmesurada proporción de los presupuestos de publicidad política que acaparan las televisoras, en detrimento del resto de los medios informativos, contribuye a completar un círculo vicioso que agrega grandes cuotas de poder político al poder económico y mediático que detentan las grandes empresas televisivas y radiales.
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Para garantizar la información ciudadana y el derecho a la libre expresión de partidos, organizaciones políticas, candidatos y funcionarios es más que suficiente el espacio de los llamados tiempos oficiales, es decir, los minutos de programación diaria que los medios electrónicos deben poner a disposición del Estado como sucedáneo de impuestos y pagos de derechos por el uso de frecuencias que son propiedad de la nación, no de los conglomerados televisivos y radiales.
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No debe dejarse de lado el hecho de que, en el momento presente, el Senado analiza las modificaciones necesarias a las leyes de telecomunicaciones y de radio y televisión, luego que la Suprema Corte de Justicia de la Nación echó abajo artículos de las versiones aprobadas a finales de 2005, y genéricamente conocidas como ley Televisa, en el contexto de una grosera intromisión de las televisoras privadas en el trabajo legislativo.
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Parece perfilarse un consenso entre todas las fuerzas con representación en el Congreso para restaurar el IFE y encauzar la propaganda electoral a los tiempos oficiales. El empeño por reventar ese consenso mediante presiones públicas y chantajes privados a los legisladores conlleva el designio de suprimir la voluntad soberana de uno de los poderes de la Unión, y eso se llama golpismo, un recurso ilegítimo e inaceptable.
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Es imperativo que las cámaras legislativas hagan valer su autoridad, sus atribuciones soberanas y su condición de representantes de la voluntad popular.

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