martes, septiembre 28, 2010

Poder en Gestación



Poder en Gestación


En la obra ¿Qué es una Constitución?, escrita por el jurista alemán Ferdinand Lasalle, se desarrolla la famosa teoría de los “factores reales de poder”. Son las fuerzas activas que informan las leyes e instituciones jurídicas. A juicio del autor, el Ejército es una de ellas.
En el México posrevolucionario no sucedió así. A lo largo de la década de los veinte el régimen se afanó en evitar a toda costa que las Fuerzas Armadas constituyeran un factor real de poder. Fue el general Joaquín Amaro quien con su visión, su liderazgo y su valentía —acompasadas con su voz singularmente aflautada y su infaltable arracada en la oreja izquierda— le dio forma a un modelo institucional en el que los militares tenían que desempeñar un rol eminentemente pasivo, apolítico, acrítico, siempre subordinado al poder civil, carente de voz y voto dentro del proceso del debate y la fijación de las posiciones oficiales referentes a los grandes temas políticos, económicos y sociales.


La guerra antinarco produjo la ruptura de ese paradigma y el afloramiento de otro, apenas en su fase germinal, en el que los milicianos están adquiriendo una influencia, una personalidad política, un poder de negociación dentro de los espacios civiles, que no necesariamente se corresponde con el espíritu subyacente en la normatividad constitucional. Empiezan a comportarse como un factor real de poder.


Varias son las circunstancias que abonan esa percepción: I) las altas jerarquías rechazaron palmariamente las reformas hechas por el Senado a la Ley de Seguridad Nacional y están negociando, por su propio derecho, un traje legislativo a su medida que inhiba las eventuales responsabilidades jurídicas; II) los mandos superiores de la Armada de México sostienen reuniones por su cuenta y riesgo con representantes del Pentágono de los Estados Unidos; III) ningún militar ha sido objeto de sanción alguna, no obstante las más de 28 mil vidas segadas, las más de 3 mil desapariciones forzadas y las violaciones graves y sistemáticas a las garantías individuales y a los derechos humanos que a diario se están perpetrando.


El prisma que refleja con mayor nitidez el relieve de ese nuevo estatus político es la actitud que adoptaron los ministros de la Suprema Corte en torno a la trascendental sentencia dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Rosendo Radilla, relativa al abominable episodio conocido como la guerra sucia.


En el fallo de referencia se contienen, entre otras, dos determinaciones fundamentales: I) el artículo 57, fracción II, inciso a), del Código de Justicia Militar es contrario al derecho humano a ser juzgado por el juez natural preconizado por la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en virtud de que sustrae de la jurisdicción de los tribunales civiles el conocimiento y castigo de los delitos cometidos por militares en contra de paisanos fuera de los estrictos ámbitos de la disciplina castrense; II) las interpretaciones jurisdiccionales referidas a los criterios de competencia material y personal de la jurisdicción militar deben adecuarse a ese principio jurisprudencial; esto implica que en lo subsecuente la justicia común, y no la militar, debe ser la avocada para juzgar los actos punibles que no están comprendidos dentro del ámbito de aplicación material del fuero de guerra.


A partir de esos conceptos, el ministro José Ramón Cosío formuló al Pleno una consulta a trámite acompañada de un proyecto de lineamientos sobre la forma y términos en que debe darse cumplimiento a la porción correspondiente del fallo de la Corte de San José. El tema causó pánico escénico y una que otra reacción cuasi epiléptica, como la del togado que sólo atinó a decir que el asunto era “morrocotudo”.


Luego de un debate, en el que incluso se llegó al extremo de poner en tela de duda la coercitividad de las sentencias interamericanas, la propuesta fue desestimada y la consulta se tuvo por bien servida. El añejo recurso del carpetazo brilló en todo su esplendor.


Es evidente que los ministros no quisieron encarar el asunto del fuero militar y decidieron darle la vuelta. Saben perfectamente que la sentencia es de observancia obligatoria para el Estado mexicano. De sobra conocen que goza de los atributos inherentes a todo acto de autoridad —unilateralidad, imperatividad y coercitividad— y que su ejecución no puede ser rehusada o eludida en forma alguna, pues I) la jurisdicción contenciosa de la Corte Interamericana, a la que nos sometimos en el año de 1999, así como el carácter vinculatorio de sus fallos, devienen de un tratado que está sujeto al principio de derecho internacional del pacta sunt servanda —los pactos o tratados deben ser cumplidos por los Estados—; II) en el artículo 11 de la Ley sobre la celebración de tratados se prescribe que las sentencias de los tribunales internacionales tendrán plena eficacia en la República; III) en el artículo 3 de la Ley Federal de Responsabilidad patrimonial del Estado se consigna el imperativo del cumplimiento de las resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.


Si no existe duda sobre el carácter intrínsecamente mandatorio que tienen los fallos del tribunal hemisférico; esto es, una vez descartado el argumento exculpatorio de la ignorancia crasa, ¿a qué pudo, entonces, deberse el extraño comportamiento de los jueces de jueces? Salvo que se asuma una línea conductual ingenua o naive, propia de Cándido, el simpático personaje de la obra homónima de Voltaire, es dable suponer que, al igual que en el caso de la Guardería ABC, aquí también intervinieron cabilderos políticos de peso pesado con el fin de evitar la revisión del fuero militar y el consecuente desmantelamiento de la impunidad estructural en la que se está desenvolviendo el conflicto armado desatado —unilateral e impensadamente— por el presidente Felipe Calderón.


Si ya se hizo patente ante los legisladores federales, si ya mostró su contundencia ante los integrantes del supremo tribunal, ¿en qué otros espacios políticos podría hacer sentir su fuerza este nuevo factor real de poder? ¿Incidirá en el rumbo de la sucesión presidencial del 2012? ¿Se atribuirá el derecho de vetar a los candidatos que no satisfagan sus expectativas a la luz de la eventual permanencia de una guerra interna cuya duración podría tornarse indefinida?


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