Lunes 19 de mayo de 2008.
El Comité de Gastos del Senado estadunidense impuso una serie de condicionamientos para la aprobación de los fondos del acuerdo de combate al narcotráfico y la inseguridad llamado Iniciativa Mérida o Plan México. Entre los requisitos están la certificación, por parte del Departamento de Estado del país vecino, del inicio, en el nuestro, de “reformas legales y judiciales”; el establecimiento, a cargo de las autoridades de Washington, de una base de datos “para el escrutinio de las corporaciones policiales y militares mexicanas a fin de garantizar que las fuerzas militares y policiales que reciban los fondos no están involucradas en violaciones a los derechos humanos o (en la) corrupción”.
Asimismo, la instancia legislativa exige que la oficina que encabeza Condoleezza Rice certifique que “México está haciendo cumplir las prohibiciones contra el uso judicial de testimonios obtenidos por medio de tortura”. Por añadidura, se pretende que agentes especiales de la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos operen en México para “rastrear armas usadas por traficantes de drogas”.
Para nadie es un secreto el alto grado de participación de las corporaciones policiales y castrenses en violaciones graves a los derechos humanos, y no escapa que en las primeras las organizaciones delictivas han logrado infiltrarse hasta grados alarmantes y escandalosos. No es un hecho desconocido, tampoco, la persistencia de la tortura en nuestro país.
En este sentido, las demandas del Comité de Gastos del Senado de Estados Unidos podrían resultar moralmente plausibles, de no ser por su descarado injerencismo y por su rotunda hipocresía.
Por un lado, se pide que una instancia del gobierno de Washington apruebe o desapruebe el desempeño de un Estado soberano en ámbitos particulares –el de los derechos humanos y el de la probidad–, en lo que constituye un intento por volver a los infames procesos de “certificación” vigentes hasta hace unos años, por medio de los cuales el Departamento de Estado premiaba o castigaba a otros regímenes, no en función de su compromiso con las garantías individuales o contra la criminalidad, sino a partir de afinidades y desencuentros políticos e ideológicos, o bien como forma de ejercer presiones intervencionistas.
El gobierno mexicano mantuvo siempre, en forma correcta, un rechazo inequívoco a la pretensión de las autoridades del país vecino de arrogarse el derecho de calificar a otros países. Hoy en día, sería lisa y llanamente inaceptable que la administración calderonista aceptara someterse, en la materia que fuera, al escrutinio y la certificación de Washington. Para una presidencia ya señalada como entreguista por diversos sectores –especialmente por su afán de trasladar segmentos enteros de la industria petrolera al control de intereses trasnacionales– y afectada por un déficit de legitimidad de origen, tal claudicación tendría severos costos políticos internos, y cabe esperar que imperen la sensatez y el sentido de nación.
Permitir a una potencia extranjera, sea cual fuere, que conforme una base de datos para realizar un “escrutinio” de las fuerzas armadas mexicanas sería una escandalosa abdicación a las obligaciones básicas en materia de seguridad nacional, difícilmente imaginable en cualquier país. Al margen de otros aspectos impugnables de la Iniciativa Mérida, la sola exigencia formulada por el comité sería motivo suficiente para renunciar a la aplicación de ese acuerdo.
Por otra parte, la exigencia estadunidense de verificar el respeto a los derechos humanos en otras naciones constituye una pretensión grotesca y disparatada, habida cuenta de que, a escala planetaria, la superpotencia es la principal violadora de tales derechos. Abu Ghraib, Guantánamo, los vuelos secretos de la CIA, el severo recorte legal a las libertades ciudadanas y a las garantías individuales, así como los crímenes de lesa humanidad perpetrados en Afganistán e Irak son referentes ineludibles de un gobierno que ha convertido el asesinato, el secuestro, el bombardeo de civiles y el terrorismo en general en política de Estado.
Por añadidura, la administración de George W. Bush ha dictaminado que la tortura es legal, a condición de que no se le llame así. Con esos antecedentes, Washington carece de la menor autoridad moral para acusar o absolver a terceros países. En el nuestro, y ante la persistente y masiva impunidad de que disfrutan servidores públicos que atropellan a los ciudadanos, la lucha por la vigencia de los derechos humanos dista mucho de haber concluido. Pero Estados Unidos no es, en absoluto, un referente de respeto y de legalidad en este terreno.
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