Sobre los próximos centenarios
Enrique Calderón AlzatiComo otros pueblos de la Tierra, el nuestro, tal como lo conocemos hoy, es producto de una historia larga, con páginas gloriosas y otras que no lo son tanto. De entre todas ellas, algunas dan cuenta de dos grandes quiebres distanciados entre sí por cien años, el último de los cuales ocurrió hace un siglo; quiebres que definieron en mucho lo que hoy somos, pero también lo que quisimos ser y que hoy nos parece inalcanzable: un país libre y soberano, gobernado con equidad, justicia y transparencia, con un gran proyecto nacional para el futuro; un país dueño de su destino y orgulloso de su pasado, de su gente, de su cultura y de su desarrollo.
Por esas páginas sabemos que los dos quiebres surgieron como necesidad imperiosa de transformar la realidad dominante en una visión diferente de futuro, una realidad de explotación y de privilegios, de dependencia total del extranjero, acumulación de riqueza en unas pocas manos, marginación y pobreza para el resto, de excesos que se antojaban absurdos ante la miseria, de diferencias que, como sucede en la naturaleza, son fuentes del movimiento y del cambio, que los gobernantes no supieron ni se atrevieron a ver.
Los cambios llegaron violentos y trágicos, produciendo muertes, despojos y traiciones, enfermedades y hambre, generando caos y tormenta, pero de ellos comenzó a surgir un país distinto, que parecía saber lo que quería y lo que era posible, plasmándolo con claridad en una Constitución que asignaba responsabilidades y derechos tanto al Estado como a sus ciudadanos. Superando dificultades enormes y graves conflictos políticos, las instituciones fueron cobrando vida, comenzando a perfilar el sueño. México se convirtió así en un líder entre los pueblos de América, el mejor ejemplo de una nación joven, pujante y decidida a transformarse en un gran país, que invertía en educación y construía infraestructura para asegurar el futuro.
El surgimiento de escuelas y universidades, de carreteras y redes de electrificación, de industrias que permi-tían incrementar la capacidad productiva, transportada a los centros de consumo y a los puertos por una red ferroviaria de enormes dimensiones, de presas y obras de irrigación que aseguraban la producción de alimentos, de hospitales y unidades deportivas que promovían la salud, todo ello construía a México como una gran nación, que parecía sortear con éxito las turbulencias del siglo XX.
Hoy todo eso parece perdido y en cierta forma olvidado, desconocido en buena parte por las nuevas generaciones de mexicanos, a quienes les ha tocado vivir tiempos que parecían superados, en los que la nación camina sin proyecto, sumida en crisis recurrentes de corrupción, estancamiento y desempleo, de acumulación de riqueza, de dependencia económica y pérdida de soberanía, de renuncia voluntaria al control de nuestro destino, de educación anacrónica y superficial, mientras los gobernantes nos dicen que éste es el camino correcto, por el que llegaremos de algún modo a ser una potencia mundial en un futuro lejano.
Recuperar la memoria de nuestro pasado, de lo que nuestros padres y abuelos pudieron hacer, del país que se pretendía construir con recursos que eran nuestros, que eran patrimonio de la nación, es hoy totalmente necesario y la llegada próxima del bicentenario de la Independencia y del centenario de la Revolución Mexicana constituye la ocasión idónea para ello. Por supuesto que en la recuperación de esa historia nos encontraremos también acciones indignas y vergonzosas, actos de corrupción y errores que no debiéramos repetir, pero que no invalidan las transformaciones logradas.
Pero no se trata de hacer un libro más, ni de varios libros que nos cuenten esta transformación que se inició con el grito libertario de Hidalgo y se refrendó con las proclamas de Madero y Zapata, libros que nos hablen de los jóvenes preparados en las universidades públicas, que luego fueron capaces de construir las centrales hidroeléctricas y las redes de microondas, los canales de irrigación y las refinerías petroleras, de explorar el territorio nacional para encontrar yacimientos de petróleo, de desterrar para siempre las enfermedades contagiosas que segaban las vidas de niños o los dejaban lisiados. Se trata de algo más, de asimilar como nación nuevamente que todo esto es posible sin que necesitemos que hombres blancos vengan de otras latitudes a decirnos cómo se hace, o de hacerlo para nosotros a cambio de nuestro patrimonio.
Aquí nos encontramos con un problema, el de un gobierno ocupado en lograr que esto no pase, que apuesta al olvido del pueblo y que ha decidido que los centenarios se diluyan en un conjunto de miles de fiestas y ceremonias difusas e intrascendentes, de fiestas celebradas en escuelas y plazas públicas, a lo largo del territorio nacional, en los que Revolución e Independencia sean meros temas de folclor, pase de lista de héroes recordados más por su indumentaria y aspecto físico que por las ideas y los ideales por los que lucharon, de reproducción de imágenes hollywoodescas de caballos y trenes, corriendo quién sabe adónde; inocentes, intrascendentes e inocuas, como las tonadillas y los lemas publicitarios a los que se reduce hoy la vida política.
Porque los grupos que hoy gobiernan en el país, ¿no son acaso la antítesis de lo que las palabras Independencia y Revolución significan o significaron alguna vez? Si el lector tiene alguna duda al respecto no tiene más que consultar el portal de Internet creado por la Comisión Nacional del Bicentenario para coordinar ambos festejos, la cual, por cierto, carece de un coordinador general en virtud de que los tres personajes invitados para tal fin tuvieron que renunciar luego, ante la falta absoluta de respuesta a sus propuestas de trabajo.
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