Los mitos de la guerra de Calderón
(y Tercera parte)
4 noviembre 2011
Epigmenio Ibarra
La reiteración de una mentira, valiéndose de todo el poder del Estado, termina por transformarla en verdad, decía Joseph Goebbels, el poderoso ministro de propaganda del Tercer Reich.
Un ministro que pese a su enorme influencia no tenía los medios —la tv sobre todo— para orquestar el bombardeo propagandístico al que, diariamente, nos vemos sometidos los mexicanos.
A ese principio; el de convertir las mentiras en verdades, que tantas infamias, tragedias y guerras han provocado en la historia se ciñen Felipe Calderón Hinojosa y sus publicistas. Sus éxitos, para desgracia de la nación, no son menores en este terreno.
Lo digo porque hoy, lamentablemente, muchos mexicanos creen a pie juntillas la mentira, una de las más perniciosas de las que sostienen la guerra de Calderón, de que esas casi 50 mil muertes son resultado de ajustes de cuentas entre criminales.
Mucho me temo que el tristemente celebre “se matan entre ellos” ha ganado carta de naturalización, y al tiempo que se ha convertido en la coartada perfecta para asesinos de toda laya ha terminado de institucionalizar la impunidad.
Hay ciudadanos que, sin ningún recato, se pliegan a la costumbre calderoniana y sin mediar investigación policiaca ni proceso judicial alguno criminalizan a las victimas.
Hay ciudadanos que llegan incluso a celebrar, como si se tratara de una necesaria y valida operación de limpieza social, tantos asesinatos. Ciudadanos que ante las masacres, los decapitados han pasado del horror a la celebración.
Hay ciudadanos que, movidos por el miedo y el odio —dos caras de la misma moneda— han hecho suya la lógica de la eliminación del enemigo que rige la estrategia de combate militarizado al crimen organizado y comparten el celo fundamentalista y la intolerancia del propio Calderón.
Cuentan, estos ciudadanos que han caído en la emboscada propagandística gubernamental, las muertes como victorias. Son incapaces de medir como, con cada una de ellas, gana terreno el crimen organizado.
Creen que la muerte violenta de esos a los que, de tajo, tachan de enemigos fortalece a las instituciones y no se dan cuenta de cómo, en los hechos, están a punto de derrumbarse.
Tampoco se percatan de cómo, en la medida en que su intolerancia se acrecienta, van perdiendo la capacidad de asombro ante la barbarie y de cómo así se profundiza y acelera el proceso de descomposición social que pone en peligro nuestra viabilidad como nación.
Ignoran que cada asesinato, cometido por unos o por otros, hace mas largo y mas impracticable el camino para restaurar la paz. Mentira que la paz y la seguridad puedan levantarse sobre una pila de muertos.
Mentira también, muy conveniente para el régimen por cierto, que todas las víctimas sean criminales y en todo caso que sea la venganza y no la justicia la única manera de derrotar al crimen organizado.
Ningún sentido ya tienen, en este México de Calderón, las garantías constitucionales, el debido proceso. La sombra de la sospecha cae de inmediato sobre cualquier persona, no importa su historia, su condición cuando cae acribillado por las balas.
Costumbre se ha vuelto decir: “en algo andaría” en cuanto se sabe de algún asesinado. Razón suficiente para que las autoridades den carpetazo a su caso, desoigan los reclamos de justicia de los deudos y lo sumen, de un plumazo, a la lista de bajas de miembros del crimen organizado.
Lo cierto es que el “se matan entre ellos” sirve como cobertura para los escuadrones de la muerte que actúan al amparo y anuencia del poder.
Matar es fácil para cualquiera en este país incluso para oficiales y efectivos de las FA y los cuerpos policiacos. Mas fácil que presentar a los presuntos responsables de la comisión de delitos ante un aparato judicial cuya existencia, habida cuenta de las sentencias expeditas dictadas por el poder y avaladas por la población, ya no se justifica.
Matar es fácil; matar a cualquiera y por cualquier motivo en este “tiempo de canalla”, diría Lilian Hellman. Tiempo del que Felipe Calderón, como comandante en jefe a cargo del diseño y operación de la estrategia de combate al narco, es responsable.
Una estrategia que, por otro lado, ni conduce a la victoria ni tiene por objetivo consolidar la ya de por sí maltrecha democracia. No hay normalidad democrática posible entre tanta muerte. Referendo sobre distintos tipos de autoritarismo serán, si no hacemos algo, los comicios de 2012.
Esta guerra, por último, no se está ganando. No puede ganarse si no se atacan las fuentes de financiamiento del crimen organizado, si no se le disputa la base social y se le arrebatan con bienestar, educación y trabajo sus zonas de influencia.
No puede ganar esta guerra quien carece de legitimidad de origen y es incapaz, afecto como es a las rencillas electorales, de orquestar los necesarios y urgentes consensos internos y externos para enfrentar al crimen.
Consensos que no deben construirse sobre mitos y dogmas de fe. Consensos que no pueden ser resultado del engaño y menos todavía de la promoción de la intolerancia entre ciudadanos que le han perdido respeto al valor primordial; el de la vida.
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