Por la derecha
A su llegada al gobierno, Felipe Calderón desencadenó una crisis sin precedente en la seguridad pública. Durante más de un año, los mandos gubernamentales sostuvieron la explicación inverosímil de que el estallido de violencia delictiva indicaba que la estrategia oficial iba por buen camino. Ahora ya ni los funcionarios más desvergonzados se atreven a sostener semejante embuste, y el gobierno en su conjunto exhibe sin reservas su susto ante la opinión pública.
Los resultados de las acciones policiales y militares “contra la delincuencia” ordenadas desde Los Pinos han sido tan manifiestamente contraproducentes que resulta difícil creer, a estas alturas, que el colapso de la seguridad pública haya sido mera consecuencia de la impericia descomunal exhibida por Calderón y su equipo en otros aspectos del quehacer administrativo. Más cabe suponer que la agitación del avispero de la criminalidad obedece a un cálculo planeado para infundir en la población un terror tal que propicie el surgimiento de exigencias sociales masivas de orden y mano dura, y que permita justificar excesos autoritarios en nombre de la defensa de la vida, la integridad física y la propiedad de los ciudadanos.
No es nada nuevo: con esta táctica se desplazan de la atención pública los naufragios gubernamentales en materia de empleo, manejo económico, educación y salud; se envía a un segundo plano la resistencia nacional generada por los empeños calderonistas de privatizar la industria petrolera; se recompone la maltrecha alianza que articula al grupo en el poder al ofrecerle un objetivo compartido, y se crea, por medio del amedrentamiento, una base social visible a su ideología autoritaria. Esa ideología pretende ignorar que la criminalidad es producida por las propias estructuras sociales –y que combatirla requiere, por tanto, de transformaciones sociales de gran calado– y se plantea acabar con la delincuencia mediante el recurso simple de exterminar a sus protagonistas. A tono con la visión calderónica –alimentada por las tendencias totalitarias de seguridad impuestas por la Casa Blanca en buena parte del mundo–, ello requiere de ajustes legales y conceptuales para remplazar la presunción de inocencia por la de culpabilidad, reducir las garantías individuales y las libertades civiles, categorizar a quienes infringen la ley como una nueva clase de “enemigo” carente de derechos básicos, excluido del principio de rehabilitación que rige (en teoría) el sistema penitenciario y merecedor de la aniquilación física, lo que constituye, en los hechos, una legitimación de la pena de muerte aplicada en flagrancia. En esa lógica demencial, por cierto, la sustitución de la policía por el Ejército cobra pleno sentido: el deber gubernamental ya no consiste en capturar a los presuntos criminales, fincarles cargos y presentarlos ante un juez competente, sino reventarlos en combate.
El recurso de una violencia sin precedentes por parte del Estado, y la renuncia a métodos más refinados para garantizar la seguridad ciudadana –creación de empleos, programas educativos de salud y de integración social, elevación de las condiciones de vida de la población en general– apuntaría, entonces, a generar respuestas igualmente cruentas de las organizaciones delictivas a fin de generar sus propias justificaciones y, lo más importante, una exigencia de protección, multitudinaria y desesperada, por parte de la sociedad: el respaldo masivo del que carece este régimen, por más que se presente como apolítico, plural, sin afiliación partidista, unitario, “por México”.
La angustia social por la inseguridad que el propio gobierno ha desatado alimenta, a su vez, membretes “ciudadanos” que se apuntan a encabezar, con el respaldo aplastante de los medios informativos, particularmente los electrónicos, manifestaciones multitudinarias basadas en una exasperación entendible y atendible, pero manipulada e incapaz de percibir la organicidad de una delincuencia que no sólo secuestra, asesina, asalta y trafica drogas, sino que es también corporativa, financiera, hacendaria, legislativa, electoral, aduanal, judicial, sindical y policial, que administra con éxito la impunidad de sus integrantes y que ahora aspira nada menos que a presentar su propio movimiento de masas, con exigencias de mano dura, tolerancia cero, endurecimiento de penas y demás fórmulas verbales acuñadas para legitimar la barbarie de Estado. “Que nos rebasan por la derecha”, podrá clamar entonces el calderonato.
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