Los altos precios del petróleo y las consecuencias que acarrean en la dinámica general de las economías alrededor del mundo hacen pensar a muchos que estamos frente a cambios decisivos en la forma en que se organizan la producción y el consumo.
Puede que sea así. Pero mientras ocurre esa transición aún habrá muchos acomodos entre diversas naciones y con efectos muy desiguales sobre diferentes grupos de la población que serán, seguramente, onerosos.
Aquí, y después de largas semanas de debates en torno de la propuesta de reforma energética que Felipe Calderón envió al Senado, se advierten posiciones y argumentos muy disímiles sobre este asunto. La iniciativa oficial ha provocado divergencias y, en todo caso, no salió reforzada de este ejercicio no deseado por el gobierno ni por una amplia parte de los legisladores.
Al tiempo que se discute la iniciativa, el precio del crudo mexicano genera ingresos abundantes para Pemex, pero la parálisis enquistada en esa empresa sigue semana tras semana y no se toma ninguna decisión que podría incluso posponer una reforma del tipo ideada por los poderes asentados en Los Pinos y en el número 9 de Xicoténcatl y virar el enfoque hacia algo más productivo.
Al saber popular no le pasan inadvertidas las tramas del poder, las mismas que han ocurrido durante los años recientes en torno a muy distintas cuestiones: económicas, financieras, electorales. Hoy, esas mismas tramas erigen al PRI como la otra punta de la pinza necesaria para que el frágil gobierno pueda operar.
Es el PRI, por conducto de sus líderes en el Congreso, el presentador de una reforma que reformula y maquilla la original que hizo el gobierno y de la que no se desprende una ruta clara para la industria petrolera del país. Clara en el sentido más limitado de lo que debería poderse definir como el interés nacional, que no es sólo un término teórico ni abstracto. Es más, ese mismo saber popular se expresa en la perpetua desconfianza del poder que es producto nada menos que de la larga experiencia.
La experiencia de las últimas tres décadas sigue girando en torno del petróleo: desde el auge de fines de la década de 1970 que acabó en el brutal endeudamiento externo en 1982, hasta la crisis abiertamente reconocida en la que hoy se encuentran Pemex y las industrias asociadas con el petróleo. La abundancia en México no se puede administrar porque subsiste una estructura política y económica anquilosada y una fragilidad de las instituciones, de la representatividad y la rendición de cuentas.
Y no sólo eso, sino que persiste la enfermedad crónica del Estado mexicano derivada de la dependencia fiscal de los ingresos petroleros. Esta fuente de recursos ha pospuesto el ajuste de las cuentas públicas, pero no podrá seguirse eludiendo con medidas misceláneas y reformas fiscales compuestas de parches. Las maniobras en Hacienda y el Banco de México han logrado manipular la quiebra ya sea con renta del petróleo o con flujos de capital, pero no con más productividad económica y con una fiscalidad aseada.
El desgaste social producido por las crisis económicas, políticas y electorales ha provocado la suspicacia cada vez más asentada de la gente. Pero también nuevas formas de acción, como que una autoridad pública electa decida preguntarle qué piensa.
Consultar a la gente sobre los temas decisivos que le incumben en cuanto a un mayor bienestar constantemente ofrecido y siempre pospuesto no es cosa que sea bien aceptada en muchos ámbitos de esta desigual sociedad. Ésa es una manifestación de las difíciles formas que adquiere la convivencia y que dice algo así como: la verdad no me importa lo que pienses: me incomodas, y también que quieras manifestar lo que crees; vaya qué trabajo me cuesta tolerarte. La elección de 2006 tuvo un tono muy cercano a esta relación de tolerancia velada y su resultado también.
Con respecto de la tan mentada reforma energética, centrada en Pemex, pueden recordarse la sentencias crítica del escritor irlandés Bernard Shaw, acerca de que las sociedades mercantiles capitalistas profesan valores que sus propios apetitos destruyen; los llamados a la moralidad pública vienen de la misma gente que utiliza los servicios de prostitutas (una versión cercana de esto la tenemos aquí en Las buenas conciencias, de Carlos Fuentes).
Quienes se arrogan ahora la noble voluntad de “salvar” a Pemex son los mismos que se han beneficiado económica y políticamente durante largo tiempo de la renta petrolera en la forma de transferencias ilícitas de recursos, la concesión de contratos, los puestos públicos y las ventajas sindicales.
El horizonte de la reforma, tal como se está fraguando, es corto y no parece enmarcarse en los cambios significativos del entorno energético global. Por más que las propuestas se escuden en la inviabilidad actual de Pemex y su inevitable apertura al capital privado, cosa que ya ocurre de modo disimulado legalmente en muchos casos, se advierte cada vez más su estrechez y el escaso vínculo con las posibilidades de provocar un mayor crecimiento económico y bienestar social. Ése es finalmente el meollo del asunto y la base de una nueva práctica de las consultas populares.
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