22 Dic. 08
Herencia católica, colonial o mera pereza, el pueblo mexicano sostiene una cómoda devoción a la autoridad aunque ésta resulte ilegítima, injusta y prepotente.
Es más sencillo encoger los hombros y obedecer que cuestionar, aunque con esto uno forme parte de la cadena de injusticias que desmoraliza al País.
Por eso las violaciones las acaba cometiendo el pueblo contra el pueblo, mientras las autoridades observan el hecho desde sus octavos pisos.
Tal vez usted coincida conmigo en que México ha comenzado a ser un país triste, que ha perdido la confianza en su igual, en el vecino, en su compañero de oficina.
Cualquiera puede traicionarnos o robarnos si el jefe lo solicita, por ejemplo. La solidaridad es recuerdo polvoriento de otros tiempos, la lealtad y la honra palabras casi obsoletas en el vocabulario; ahora, el único mandamiento es cuidarás tu trabajo con uñas y dientes.
Siempre me ha parecido paradójico que se usen a los hijos o a la familia como pretexto para aguantar vejaciones en el trabajo, como si el patrimonio familiar no se constituyera principalmente de dignidad y entereza.
¿De qué modo los tesoros materiales nos regresan la honorabilidad?
Lo más doloroso del caos por el que atraviesa el País es que está constituido de pequeñas piezas rotas de las que todos formamos parte.
Los responsables de la desolación nacional no son sólo los capos y las autoridades negligentes, sino las personas que están a su servicio.
Es por esto que no me sorprendió cuando Felipe Calderón anunció, a finales del mes pasado, que el 60 por ciento de los policías municipales de Nuevo León no eran confiables.
Si ahora extorsionan, secuestran, asaltan y trabajan para el crimen organizado es porque antes se quedaron callados ante un jefe criminal, es porque al obedecer se convirtieron en cómplices y es porque prefirieron corromperse antes que renunciar a la corporación.
Para que una persona sea confiable, su dignidad no debe tener precio, lo que se dificulta en situación de miseria.
El lunes 15 de diciembre, una niña me negó el paso al Congreso del Estado. Tomada de la mano de su madre, gritaba junto a las más de 100 señoras que obedecían a un pequeño grupo de operadores: ¡No pasa nadie! ¡No pasa nadie!
Fue tanta mi perplejidad ante el grito apagado de la niña acarreada que su madre se justificó conmigo diciendo: "Es que no tenemos dinero".
La miseria es antisocial. La miseria no genera lazos de solidaridad, multiplica la injusticia y atrae a los cazadores de mercenarios, acarreadas y sicarios.
He discutido en las últimas semanas con policías, guardias, talamontes. Todos confesaron haber participado en actos ilegales, pero ninguno sentía culpa por ello, ya que sólo cumplían con las órdenes del superior o del patrón.
¿Usted cree que me gusta mi trabajo?, se justificaban.
Las personas con cierto nivel de prepotencia, como los alcaldes o los diputados, nunca dirán que reciben órdenes, pero sí que son "presionados".
Lo que desalienta es que ninguno sea capaz de renunciar a participar de transas por lealtad a sus principios éticos.
El injusto no es un hombre poderoso. El porro trae una muela picada que no se ha podido atender por falta de recursos, el policía torturador no tiene para comprar regalos en esta Navidad.
El México de la injusticia se muerde la cola.
Nota: Muy bueno el artículo de Ximena. Algunas discrepancias que pudieran ser menores. El acatar la autoridad más que sencillo es cómodo y convenenciero: así no arriesgas posición ante compañeros, amigos o jefes, ni tienes que explicar conductas fuera de los estándars, y no te excluyen de los círculos a los que perteneces o quieres pertenecer. Por otro lado, la frase de que la miseria es antisocial me parece pontificadora. No se puede juzgar a todos los miserables con la misma tabla rasa; hay seguramente quienes aún en su pobreza han sabido desarrollar una conciencia de clase los hace solidarios. En todo caso, me parece que la riqueza es aún más antisocial que la miseria. O para decirlo de otro modo, el sistema en el que estamos inmersos es el que nos vuelve antisociales, individualistas, egoístas, porque justamente el sistema no está hecho para que todos gocemos de las mismas garantías, riquezas, derechos, satisfacciones.
Es más sencillo encoger los hombros y obedecer que cuestionar, aunque con esto uno forme parte de la cadena de injusticias que desmoraliza al País.
Por eso las violaciones las acaba cometiendo el pueblo contra el pueblo, mientras las autoridades observan el hecho desde sus octavos pisos.
Tal vez usted coincida conmigo en que México ha comenzado a ser un país triste, que ha perdido la confianza en su igual, en el vecino, en su compañero de oficina.
Cualquiera puede traicionarnos o robarnos si el jefe lo solicita, por ejemplo. La solidaridad es recuerdo polvoriento de otros tiempos, la lealtad y la honra palabras casi obsoletas en el vocabulario; ahora, el único mandamiento es cuidarás tu trabajo con uñas y dientes.
Siempre me ha parecido paradójico que se usen a los hijos o a la familia como pretexto para aguantar vejaciones en el trabajo, como si el patrimonio familiar no se constituyera principalmente de dignidad y entereza.
¿De qué modo los tesoros materiales nos regresan la honorabilidad?
Lo más doloroso del caos por el que atraviesa el País es que está constituido de pequeñas piezas rotas de las que todos formamos parte.
Los responsables de la desolación nacional no son sólo los capos y las autoridades negligentes, sino las personas que están a su servicio.
Es por esto que no me sorprendió cuando Felipe Calderón anunció, a finales del mes pasado, que el 60 por ciento de los policías municipales de Nuevo León no eran confiables.
Si ahora extorsionan, secuestran, asaltan y trabajan para el crimen organizado es porque antes se quedaron callados ante un jefe criminal, es porque al obedecer se convirtieron en cómplices y es porque prefirieron corromperse antes que renunciar a la corporación.
Para que una persona sea confiable, su dignidad no debe tener precio, lo que se dificulta en situación de miseria.
El lunes 15 de diciembre, una niña me negó el paso al Congreso del Estado. Tomada de la mano de su madre, gritaba junto a las más de 100 señoras que obedecían a un pequeño grupo de operadores: ¡No pasa nadie! ¡No pasa nadie!
Fue tanta mi perplejidad ante el grito apagado de la niña acarreada que su madre se justificó conmigo diciendo: "Es que no tenemos dinero".
La miseria es antisocial. La miseria no genera lazos de solidaridad, multiplica la injusticia y atrae a los cazadores de mercenarios, acarreadas y sicarios.
He discutido en las últimas semanas con policías, guardias, talamontes. Todos confesaron haber participado en actos ilegales, pero ninguno sentía culpa por ello, ya que sólo cumplían con las órdenes del superior o del patrón.
¿Usted cree que me gusta mi trabajo?, se justificaban.
Las personas con cierto nivel de prepotencia, como los alcaldes o los diputados, nunca dirán que reciben órdenes, pero sí que son "presionados".
Lo que desalienta es que ninguno sea capaz de renunciar a participar de transas por lealtad a sus principios éticos.
El injusto no es un hombre poderoso. El porro trae una muela picada que no se ha podido atender por falta de recursos, el policía torturador no tiene para comprar regalos en esta Navidad.
El México de la injusticia se muerde la cola.
Nota: Muy bueno el artículo de Ximena. Algunas discrepancias que pudieran ser menores. El acatar la autoridad más que sencillo es cómodo y convenenciero: así no arriesgas posición ante compañeros, amigos o jefes, ni tienes que explicar conductas fuera de los estándars, y no te excluyen de los círculos a los que perteneces o quieres pertenecer. Por otro lado, la frase de que la miseria es antisocial me parece pontificadora. No se puede juzgar a todos los miserables con la misma tabla rasa; hay seguramente quienes aún en su pobreza han sabido desarrollar una conciencia de clase los hace solidarios. En todo caso, me parece que la riqueza es aún más antisocial que la miseria. O para decirlo de otro modo, el sistema en el que estamos inmersos es el que nos vuelve antisociales, individualistas, egoístas, porque justamente el sistema no está hecho para que todos gocemos de las mismas garantías, riquezas, derechos, satisfacciones.
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