¿Qué sabemos de la crisis?
León Bendeskyleon@jornada.com.mx
Sabemos poco, aunque en general se pretende que se entiende más del modo en que funcionan los mercados.
Han proliferado los análisis acerca sobre las causas de la actual crisis financiera. Ahora las cosas les parecen a muchos tan claras que las explicaciones que se proponen aparecen como las “crónicas de un desastre anunciado”. Nótese cómo se ha abusado de esa expresión por parte de autores de diversa afiliación y por los editores de todo tipo de publicaciones.
Ahora, en retrospectiva, hay demasiados clarividentes y las interpretaciones son tan obvias que no se explica uno cómo es que se pudo llegar finalmente a una crisis de esta magnitud.
Esos análisis parten todos de la sabiduría convencional acerca de los fenómenos económicos. Es desde esa plataforma que se construyen las historias y reseñas de lo que ha acontecido y de cómo se responde desde la política pública.
Las variantes son pocas, ya sea por sus componentes formales o teóricos, por la secuencia de los hechos, los supuestos de lo que cada uno de los agentes involucrados hizo, o bien lo que debió haber hecho; la forma en que se sigue considerando una cierta racionalidad económica; el mantenimiento de la idea de que hay una determinada certidumbre en la manera en que se comportan los agentes que participan de los mercados.
Los rendimientos que producen cada uno de esos nuevos exámenes son claramente decrecientes. De tal manera se hacen, en general, cada vez más inútiles.
Hace apenas unos meses los analistas financieros y económicos en los bancos y organismos internacionales y profesores de abolengo en muchas universidades de todo el mundo no veían prácticamente mayores riesgos en el hecho de que hubiera tan grandes facilidades de crédito en los mercados en dondequiera que se mirara.
Había recursos disponibles y a tasas de interés bajas que formaban un entorno de gran rentabilidad para las empresas financieras y facilitaban la contratación de deuda para los productores, los constructores de casas y, en especial, para los consumidores.
La economía mundial crecía con exceso de deudas, con innovaciones y complejas transacciones de títulos, sin grandes presiones de inflación, generando, no obstante, fuertes desajustes internacionales en las cuentas comerciales y de capitales, y distorsiones entre el valor de las monedas. Algunos países se expandían a un ritmo realmente vertiginoso como eran los casos de China e India.
Todos contentos. Los signos de riesgos en los que se incurría se mantenían convenientemente al borde de la pista donde actuaban los magos del dinero.
El entorno que propiciaba el aumento del riesgo, sin embargo, crecía de manera sostenida y retroalimentada por las autoridades monetarias y regulatorias. Pero el entusiasmo prevaleciente no era cuestionado en esencia. Las ganancias eran grandes, entonces para qué moverse, y la fe en los mercados dominaba las visiones predominantes.
El equilibrio, que es el estado preferido de la teoría económica y de los funcionarios de los ministerios de Hacienda y de los bancos centrales, sería continuamente restablecido por la misma operación de los mercados. La regulación y las normas se convertían en asuntos políticamente incorrectos.
Las consecuencias ya las conocemos por la experiencia de los meses recientes. Pero lo que no sabemos es la naturaleza del proceso que lleva a la crisis. Me refiero a la identificación de cómo se interrelacionan las diversas causas, de cuáles son los precursores de este fenómeno. Lo que no sabemos, sobre todo, es la forma en que se manifiesta la crisis, es decir: el dónde y el cuándo va a ocurrir, su duración y la fuerza que tiene. Vaya no se sabe la magnitud de la crisis ni en el espacio ni en el tiempo.
Estamos, hay que reconocerlo, en el terreno de la incertidumbre. Esta zona es sumamente incómoda para la forma convencional de pensar la economía. Pero no hay escapatoria.
Como en otros campos del conocimiento de los fenómenos de la naturaleza y de la sociedad, la economía no ofrece un asidero ante lo que aparece esencialmente como impredecible. Ojo, me refiero no a que haya crisis, pues éstas son recurrentes, sino a cuándo estallarán y cuáles serán sus efectos. Es un poco como pensar en los terremotos o las explosiones de los volcanes. Los geólogos saben que esos fenómenos van a ocurrir, pero lo que no saben es en qué momento se precipitan y cuál será su repercusión.
Estamos, pues, ante fenómenos que son impredecibles en un rango muy amplio y que, más aún, se desenvuelven con grados muy grandes de tumultuosidad.
Así, se ponen en entredicho varias cosas, entre ellas, principalmente, nuestras nociones acerca de las relaciones sociales que se establecen y se regulan mediante el dinero y el crédito. Los eventos de crisis no son aislados, sino que tienen historia y su transcurso es incierto. Esto, a su vez, hace más complejo todavía el trabajo de definir e instrumentar las políticas económicas y señalar sus efectos probables.
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