Replantear la política: ¿por qué no el TLC?
Rolando Cordera CamposLos paralelismos pueden servir para llamar la atención, ilustrar lo que se podría hacer, y desde otros enfoques, para minimizar la magnitud de la crisis. Poco o nada qué ver con la terrible colisión de 1929, dicen los enterados, pero, como concluyera el Segundo Consenso de Huatusco (29/11/08), “parece probable que será de mayor profundidad y mayor duración que cualquiera de las recesiones modernas y que la recuperación será más lenta y prolongada”.
Final horribilis del gran cambio del capitalismo que arrancó a principios de los años 70 con la estanflación americana y nos depositó en las corrientes de una globalización sin orden internacional ni liderazgo unipolar sustentable. Las presunciones de Clinton, Rubin y Summers a finales del siglo fueron en realidad bravatas, y no trazaron un curso que pudiera retomarse frente al desastre de la desregulación y el culto al mercado libre que el compadre y maestro de Clinton Alan Greenspan convirtió en práctica vudú en homenaje a Reagan.
Sigue Huatusco: “La crisis golpeará con virulencia a México dada la estrecha asociación del ciclo de la economía mexicana con la de Estados Unidos, nación donde se generó y se ha dispersado al resto del mundo”. Llegó la hora buena de las malas nuevas y hay que buscar la forma de actuar y de cambiar sin atropellarnos para no ser atropellados. De intentar mucha ingeniería fiscal y financiera y de atreverse a revisar lo hecho.
Lo cierto es que en materia de paradigmas estamos más solos que antes, cuando se cantaba la victoria del pensamiento único y se presentaba al libre mercado como camino ancho sin boleto de regreso. Y hay quien todavía insiste en que “no hay más ruta que la suya”.
La inconveniencia de repensar el camino de la integración de América del Norte por la vía del TLCAN fue voceada por Calderón hace unas semanas en Lima, llamando a Obama a la prudencia. Ahora se le unen exégetas a la orden, convencidos liberistas manchesterianos y acomodados de lo más diverso, que no quieren saber de cambio alguno salvo el que tenga que ver con la mudanza del portafolio accionario.
La coalición que se formó en torno a las reformas neoliberales era variopinta en su inspiración e intereses: iba del hartazgo con el mal manejo y la obstinación burocrática asociada con el estatismo, hasta la ilusión con una modernización que “ahora sí” vendría del norte y pondría a buen recaudo las veleidades del presidencialismo en materia de política económica. Para algunos, la apertura económica era también apertura política, tal cual, como en los buenos tiempos del marxismo soviético y dogmático.
La posibilidad de tener pronto carros con sistemas eléctricos completos o computadoras al precio de Estados Unidos llenaba de entusiasmo a más de un cosmopolita y la autoimagen de “ciudadanos del mundo” cundió entre la nueva burocracia y los émulos del yupismo a la Wall Street. Si había que aguantar algo de “populina” con el Pronasol que proponía la movilización y la organización comunitaria era por táctica astuta, porque pronto vendría la normalización con una democracia sin adjetivos y una política sin objetivos... sociales o de Estado. Todo sería mercado y sucedáneos en el plano del poder o la intermediación de los negocios ante el gobierno. Con la irrupción del federalismo salvaje, sin reglas ni compromisos con la (re)constitución del horadado centro, la fiesta de la intermediación se volvió carnaval y en los años del nuevo auge petrolero orgía político-presupuestaria. Todo fue arreglo e ingeniería financiera. Pero eso se acabó y los tiempos duros mandan, ofuscan, aplastan.
El TLCAN debería, desde luego, revisarse conceptualmente para asumir que el punto de partida era insuficiente o equivocado: no es el comercio, por más libre y amplio que sea, el que determina la convergencia entre los países, tengan o no un tratado. Es la capacidad del más débil, su inversión y conducción política, y la disposición del más fuerte para apoyarlo, lo que define los ritmos del desarrollo y del cambio institucional y así la superación progresiva de la asimetría estructural y de niveles de vida.
Calderón perdió la oportunidad de hacer retórica de la buena y ripostarle a Obama desde la perspectiva de la desigualdad que marca la región y condiciona la propia marcha del tratado. Si de revisar se trata, habría que reclamar un replanteamiento de fondo de los supuestos criterios de evaluación y perspectivas que lo delinearon y han marcado su rumbo.
Si utilizásemos criterios como el ritmo de crecimiento económico y del empleo, de los salarios o del desarrollo humano, no digamos del grado interno de integración industrial, tendríamos que admitir que como factor de promoción de estas dimensiones el TLCAN se quedó muy atrás de las expectativas que despertó su venta, dentro de México pero también en Estados Unidos y Canadá. El norte mexicano es impresentable como muestra de éxito social del comercio libre, y del sur sólo tenemos que recordar su existencia.
El desplome que ha empezado a ocurrir en nuestras magras cifras de superación de la pobreza, empleo y consumo moderno no puede desligarse de una fragilidad que viene de lejos, que el libre comercio no enmendó y que ahora la crisis magnifica. Seguir haciendo cuentas de gran capitán con las cifras de exportaciones e importaciones no es más que un triste remedo de la venta de indulgencias y piezas de vidrio que acompañó la otra conquista. No se trata de echar por la borda lo logrado sino de calibrarlo para usarlo a nuestro favor y sembrarlo para el futuro. Nada de eso se va a lograr con salmos a David Ricardo y sus ventajas comparativas que ya a nadie entusiasman.
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