martes, diciembre 02, 2008

De Milenio

Carta que el ministro envió al director de este diario, en la que lanza un llamado a los que todavía creen en el país, en el marco de la lucha contra el crimen organizado y la corrupción





Juventino Castro y Castro dice que el país ha caído en manos de peligrosas mafias. Foto: René Soto / Archivo



A mis noventa años, en que empiezan las obsesiones testamentarias conteniendo las últimas consideraciones y sintiéndome ya muy próximo a rendir la gran cuenta final, estoy convencido —y así se lo manifiesto con la mayor sinceridad— que: México se nos escapa de las manos.

Es decir: creo que por nuestro egoísmo, por nuestra reticencia a actuar, por nuestra indiferencia, por nuestro conformismo, estamos perdiendo —posiblemente en forma irremisible— a nuestra Patria. Entendiendo por perder, dejar de considerarla un refugio adecuado para ser nosotros.

No estamos intentando ser dignos de ella, ni sintiéndonos descendientes de una notable cultura mestiza que esperábamos, desde los inicios del siglo XIX, nos llevaría a conformar una América mexicana (como nos bautizó José María Morelos y Pavón) que iluminaría con su sapiencia a un continente libre e independiente, ante todo.

Me dirijo hoy a numerosos mexicanos, entre los cuales incluyo a usted con total convicción, porque creo que con el poder energético que conlleva una enorme capacidad de influir en nuestras posturas y en nuestras decisiones, sí se tiene la voluntad social de transformarnos en el gran país que merecemos ser.

Son palabras que sinceramente me salen de lo más profundo de mí ser, como último llamado que manifestaré a los que realmente creen en México y en los mexicanos.

Igualmente a los que han mostrado su dolor al señalar, y denunciar hechos patentes, y que han mostrado su pena al mencionar, y precisar, que es una realidad que nuestra patria ha caído en manos de peligrosas mafias, que son —en el terreno ético-social— los grupos delincuenciales que ilícitamente se dedican al narcotráfico (producción, transporte, venta, enviciamiento, supresión de sus enemigos o de los ajenos para lo cual les pagan, blanqueo de activos, etc.), o —en el aspecto político — legalmente autorizados (funcionarios, empresarios y tapaderas) que nos han convertido con la complicidad de nuestra manifiesta conformidad pasiva, en un pueblo de miserias —materiales y éticas—; en un pueblo de desempleo, de inseguridad y de confusión, que masivamente emigra al extranjero, horrorizado de su país. Todo un pueblo en fuga.

Sin negar la patente importancia, la trascendencia, y la peligrosidad de otros factores sociales, apunto principalmente aquí a la corrupción (la pública y la privada), que se inició con los gobernantes pillos, y ha hecho escuela mayor en todos los mexicanos, a los cuales ha alterado su sólida cultura de alta calidad humana.

La corrupción, y la impunidad que han inducido, significa la consolidación en sistema de unos funcionarios ambiciosos, casi siempre en colusión con los delincuentes. Pero en mi concepto ello no es lo principal, sino que lo son sus consecuencias.

El origen de ello —en mi personal concepto— es el enviciamiento de nuestra cultura. Una cultura de la cual nos mostramos por siglos tan orgullosos por ser la mezcla, la conjunción, de dos etnias, cabezas de la civilización y del refinamiento de dos pueblos, líderes de dos distintos y contrastantes Continentes que se encontraron (no tan felizmente) en el siglo XVI.

Esta convicción ya estaba en mí desde 1981, año en el cual bajo el seudónimo de Víctor Chavert (Víctor por ser mi segundo nombre y el patronímico porque mi madre se apellidó Castro-Chavert) escribí un modesto ensayo, al cual intitulé Diálogo de mestizos.

De esa obra se publicaron varias ediciones por editoriales diversas —y en alguna privada—, hasta que se constató la necesidad de actualizarla, porque desde que se editó por primera vez México perfeccionó su desbarranque, y por ello se publicó en 2005 una versión actualizada con el nombre de Los motivos del mestizo, que editó Porrúa.

En esa época aún vivía el gran psicoanalista, doctor Santiago Ramírez, quien me hizo el honor de prologar mi modesto ensayo. Y dijo de él: “Chavert (Castro) nos muestra a un mexicano en ocasiones maniaco, que encubre una profunda depresión quizás por la carencia de identidad, en otras epileptoide, con agresividad crítica y con pegajosidad y diminutivos abundantes en los periodos intercríticos. Juego de engaños en todo su esplendor, el mexicano en casi todos sus actos se ha visto precisado a firmar letras de cambio que no pagará, bajo la presión del cañón de una pistola.”

Pero con anterioridad ya nos había resumido la opinión de destacados mexicanólogos, en el siguiente sentido: García Granados y Riva Palacios nos describen y novelan. Más en la actualidad Alfonso Reyes nos coloca la X en la frente, y Daniel Ramos considera esencial el complejo de inferioridad. Octavio Paz nos define como hijos de la Malinche, mujer abruptamente hendida y penetrada, chingada.

Al terminar mi mandato activo como ministro de la Suprema Corte de Justicia, que aún soy, a fines del año 2003, me atenazaba la necesidad de implementar una acción consecuente con mis anteriores indicaciones sobre las fallas de nuestra cultura mestiza mediante la integración de una asociación que se dedicara exclusivamente a proyectar un programa de cambio cultural en México.

Por ello, formé en unión de otros amigos coincidentes en esos propósitos, una asociación civil que se intituló Cambio de la cultura en México. Por cierto el lema que para ella se aprobó fue el de: Cambias tú; cambia México.

Resulté mejor conceptualista que progresista impulsor de asociaciones sociales. Reconozco —y aquí lo confieso paladinamente— que mi gran ineptitud y gran desconocimiento de obras de tal tipo, fue manifiesta, y los éxitos y adelantos fueron nulos.

La asociación a la fecha todavía tiene existencia legal y registros en orden, pero ya en su calidad de proyecto fracasado.

Ahora intento convencer a los mexicanos que deseen el bien social del país —y no su beneficio personal— no tanto a continuar este fallido intento que ha quedado atrás, sino a conformar otro proyecto que —ante todo— concientice que nuestra destruida patria se nos diluye de las manos, y que intente la recuperación del país.

De nuestra viciada cultura que nos conforma, creo sinceramente que debemos, como principio de cualesquiera otros pasos, destruir nuestros vicios culturales.

No podría ser siquiera lógico que propongamos que se adopte la cultura de la legalidad, a un pueblo que ha tomado como bandera actuar convenencieramente bajo una cultura de la ilegalidad.

Posiblemente (esto lo propongo con gran cuidado y con entendible desconfianza) sí podría proponerlo reestructurando el sistema educativo de los primeros años del ciclo escolar, para que los niños desde su más tierna edad identifiquen y practiquen una cultura positiva, y no nada más mencione, como ordena el segundo párrafo del artículo tercero constitucional que precisa como obligación del Estado mexicano que se induzca a una educación que tienda a desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano, fomentando en él el amor a la patria, y la conciencia de la solidaridad internacional en la independencia y en la justicia, o como mandata el inciso c) de la fracción segunda del propio artículo, cuando precisa que la educación “debe contribuir a la mejor convivencia humana, la convicción del interés general de la sociedad en los ideales de fraternidad e igualdad de derechos de todos los seres humanos, evitando privilegios de razas, de religión, de grupos, de sexos o de individuos”.

Pero ante todo destruyendo los vicios del actual status, que elimine de nuestra cultura permisionaria la corrupción, principalmente de hábitos y costumbres que los mexicanos practican y cultivan (la mordida; la procura de una ventaja indebidamente expensada, y rechazar las normas jurídicas; la reventa, el influyentismo; la admiración y el apoyo a quienes (como los grandes delincuentes), triunfan eliminando todo escrúpulo ético; propiciando la impunidad tan criticada por el pueblo, pero tan buscada por lo infractores.

El mexicano (sigo exponiendo mi criterio personal) debe entender y manejar la ética social, que desprecia profundamente: no nos importa comprar cosas robadas (el chueco, tan conocido) o falsificadas; los productos piratas; sostienen (en contra de quienes sí se atienen a la regulación legal) al comercio irregular callejero; roban la luz (mediante diablitos), abandonan o saquean a los heridos o necesitados; destruyen la propiedad ajena, aunque el procedimiento no les produzca beneficio alguno.



El viernes pasado se reunieron en Palacio Nacional para tratar el tema. Foto: Octavio Hoyos / Archivo


El mexicano se entusiasma con la evasión de impuestos, por cualquier sistema del cual tome conocimiento, porque nunca ha conectado al impuesto con el otorgamiento de los servicios públicos.

Nuestros connacionales deben aceptar que nos debemos conducir diciendo la estricta verdad. Prefiere el cuento, la mentira, que se dice piadosa; el adorno o el albur.

Debemos transformar nuestro profundo egoísmo, nuestra ambición desmedida aunque lo contrario lesione a otro, y entender lo que es el interés colectivo frente al individual, como obvia voluntad del pueblo soberano.

Es una ironía: un país (el nuestro) que fue el pionero en reconocer constitucionalmente (en 1917) los derechos sociales, sin anular los derechos individuales, en 2008 los ignora, los desprecia, los trampea, los combate.

Grave tarea (grave y compleja) es la que pretendo deberían realizar los mexicanos para cambiar radicalmente su actual cultura viciada.

¿Podría usted comentar y sugerir una mecánica adecuada para plasmar todo ello en un proyecto nacional que tome consciencia de que en nuestro país los mexicanos deberían hacer algo al respecto?

¿Podría usted proponer algún procedimiento para despertar a los mexicanos?

¿Podríamos nosotros —los intranquilos— utilizar alguno de los sistemas modernos de comunicación masiva para propiciar la acción social que aquí se sugiere?

Mi llama —ya de por sí tan tenue— se apaga; encomiendo mis esperanzas en aquellos que creen que vale la pena luchar por la Patria.

Con el respeto de siempre.

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