sábado, enero 24, 2009

21-Ene-2009

Horizonte político

José A. Crespo

Oscurantismo familiar


El VI Encuentro Mundial de las Familias, celebrado la semana pasada bajo auspicios de la Iglesia católica, ha puesto una vez más de manifiesto el enorme retraso ideológico de esa institución religiosa —y política— con respecto a la evolución de la sociedad en el siglo XXI. Las concepciones católicas acerca de la familia en general, y de la sexualidad en particular, evocan el oscurantismo de la Edad Media. Contrasta la idea cristiana del sexo como fuente de pecado y vergüenza, con la de varias tradiciones orientales (el hinduismo, el budismo, el tantra o el taoísmo), donde la sexualidad no sólo se ve como algo natural, sino incluso como un vehículo de desarrollo espiritual (canalizando debidamente su poderosa energía). Pero la Iglesia católica, y muchas otras derivadas de ella (protestantes y puritanos), ha mantenido un concepto pecaminoso de la sexualidad.

San Agustín, uno de los más reconocidos Padres de la Iglesia, fue un joven disoluto e incluso tuvo un hijo fuera del matrimonio. Todo lo cual le provocó mucho dolor y arrepentimiento, lo que determinó su concepción de la sexualidad como fuente de pecado, como un impulso que vulnera la voluntad y debe ser reprimido: “Esta excitación diabólica de los genitales es evidencia del pecado original de Adán, que ahora es transmitido desde el vientre de la madre, corrompiendo a todos los seres humanos con el pecado y dejándolos incapaces de elegir el bien sobre el mal, o determinar su propio destino”, escribió en el siglo V. Y san Jerónimo advertía: “Considerad como veneno a todas las cosas que guarden dentro de sí la semilla del placer sensual”. Por su parte, san Clemente, obispo de Alejandría, prevenía sobre los peligros inherentes de la sexualidad: “Ni siquiera por la noche es apropiado conducirse impúdica o indecentemente… pues incluso dicha unión, que es legítima, es peligrosa, excepto en cuanto se ocupe de la procreación de hijos”.

Por eso, para el catolicismo la sexualidad sólo es lícita dentro de cánones sumamente rígidos; dentro de un matrimonio consagrado por la Iglesia, y con fines exclusivos de procreación. Toda otra manifestación y circunstancia queda excluida. Por ello también el modelo católico de familia consiste en los padres y los hijos; las múltiples variantes no son bien vistas por al Iglesia. Quedan fuera quienes, por decisión propia, no tienen hijos, o los divorciados, y desde luego quienes mantienen un matrimonio legal pero no bendecido por la Santa Iglesia Católica (por ejemplo, tras un divorcio, prohibido también salvo cuando se trata de los poderosos, como ocurrió con Vicente Fox y la nefasta Marta Sahagún).

Y, por supuesto, en el modelo católico de familia prevalece la supremacía del varón sobre la esposa. Escribía san Agustín: “Un esposo está destinado a gobernar sobre su esposa, así como el espíritu gobierna sobre la carne” (lo masculino se identifica con el espíritu; lo femenino, con la pecaminosa carne). En su primera carta a los corintios, san Pablo justificaba la supremacía del varón sobre la mujer, “porque el varón no procede de la mujer, sino la mujer (Eva) del varón (Adán)”. Por lo cual, en su carta a Timoteo, determina: “Que la mujer aprenda en silencio, con toda sumisión; no permito a la mujer enseñar ni ejercer dominio sobre el hombre; ella debe mantener silencio”.

La homosexualidad, por su parte, es y ha sido condenada por la Iglesia, pese a la enorme evidencia de prácticas homosexuales entre diversas especies animales que contravienen la premisa católica de que se trata de una expresión contra natura (a menos que también los animales actúen contra natura, un contrasentido). Bajo esa condena, la Iglesia propicia y tolera la homofobia, que frecuentemente se expresa con violencia hacia personas con esas preferencias. Precisamente, a los legendarios templarios, se les acusó de homosexualidad, lo que justificó la matanza de la que fueron objeto en el siglo XIV por instrucción del papa Clemente V, con el propósito de confiscar las cuantiosas riquezas de esa orden.

Paradójicamente, la homosexualidad resulta más natural que el celibato, impuesto por la Iglesia a sus clérigos. Tal disposición puede explicar en buena parte la proclividad de muchos clérigos a abusar de niños y niñas, como efecto de la represión contra natural de su propia sexualidad.

Desde luego, la Iglesia antes era muy tolerante con sus propios ministros, que tenían hijos fuera del matrimonio y con varias mujeres, cortesanas o prostitutas. El papa Borgia, Alejandro IV, no es sino el ejemplo emblemático de los usos y costumbres que el clero, de manera farisaica, practica en las sombras mientras en público condena a los demás con dedo flamígero.

En un Estado laico, donde prevalezca la libertad de cultos y credos, cada quien tiene el derecho a dar por válidas o no y seguir éstas u otras supercherías y anacronismos. Lo que no procede es que la Iglesia intente imponer a toda la sociedad sus atrasados puntos de vista. La Iglesia ha sido un enorme lastre social y cultural en muchos países —México, desde luego— donde ha gozado de gran fuerza e influencia. Su insistencia en imponer sus posiciones no es grave, siempre y cuando el Estado la mantenga a raya; el problema surge cuando un partido en el gobierno, como ahora el PAN, avala pública y oficialmente las pretensiones y posiciones del clero.

Muestrario. Por cierto, al tomar posesión Barack Obama lo hizo jurando sobre una Biblia, un predicador rezó públicamente el Padre Nuestro, y otro concluyó con una bendición oficial. Pero Estados Unidos se puede dar esas licencias porque nunca tuvo una Iglesia de Estado, a diferencia de nosotros, donde la Iglesia católica fue tal por siglos, y no se resigna a ser tratada en un plano de igualdad con las demás.

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