jueves, enero 08, 2009

Gaza

Adolfo Sánchez Rebolledo

Cuando leo y releo los argumentos de algunos personajes israelitas para justificar la expedición punitiva contra Gaza más crece mi asombro. Parece increíble que algunos descendientes del holocausto se expresen de los palestinos con tal insensibilidad, como si las terribles experiencias del pasado no contaran a la hora de la seguridad, ese moderno refugio de los viejos impulsos autoritarios, ahora revitalizados por la acción antiterrorista. Me refiero, concretamente, a los razonamientos del escritor Abraham B. Yehoshúa, recogidos en una entrevista publicada en el diario español El País, luego de que éste suscribiera una temprana petición de alto al fuego a las autoridades de su país, gesto loable, por supuesto.

Sin embargo –y aquí comienzan las inconsistencias–, Yehoshúa, igual que 96 por ciento de sus conciudadanos, considera que la campaña militar sobre Gaza está justificada, “porque lo que es injustificable es que Hamas dispare 70 cohetes en un día”. Para él, la desproporción entre la causa (los cohetes) y el efecto (la invasión), reflejada en los últimos días, no es crucial, pues aunque “a nadie le gusta ver lo que está pasando en Gaza”, se trata –asegura– de “una decisión moralmente correcta”.

Según el novelista, “la gente (sic) habla de David contra Goliat, pero hay que darse cuenta de que la capacidad de sufrimiento de los palestinos es mucho mayor, y eso los hace más fuertes. Por eso, nuestra respuesta tiene que ser mucho mayor, porque hay que hacerles entender que tienen que parar los cohetes. Una respuesta moderada no les impresionaría. Cerramos los pasos fronterizos, cortamos la electricidad y eso no les hizo pensar en parar los disparos”. Si dichas palabras las hubiera pronunciado un halcón o, en la otra orilla, un jefe jihadista en el extremo contrario, tal vez no habrían sorprendido a nadie, pero viniendo de un escritor de izquierda, con fama de liberal y tolerante, no dejan de producir cierto desencanto.

El relator de Naciones Unidas para los territorios ocupados, Richard Falk, lo señaló con exactitud: “Es cierto que los ataques con cohetes contra la población civil israelí son ilícitos. Pero esa ilegalidad no confiere a Israel, ni como potencia ocupante ni como Estado soberano, derecho alguno a violar el derecho internacional y a cometer crímenes de guerra o crímenes de lesa humanidad en represalia... la escalada israelí de asaltos militares no ha aumentado la seguridad de los civiles israelíes; al contrario, el israelí asesinado hoy, tras el estallido de violencia israelí, es la primera víctima en un año”.

Desde la contraparte israelita, Shimon Peres, uno de los políticos mejor valorados en Occidente, defendió la ofensiva con argumentos ya trillados, diciendo que “no pretendemos ocupar Gaza ni aplastar a Hamas, sino eliminar el terrorismo. Y Hamas necesita aprender una lección real y seria. No lo están entendiendo”. Pero estas afirmaciones suscitan de inmediato otras interrogantes: ¿hasta dónde piensan llegar los invasores en esta nueva y trágica aventura? ¿Es factible destruir por la fuerza a Hamas sin dañar a la población civil o, como estamos viendo, ésta es también una terrible ensoñación ideológica de los partidarios de las guerras preventivas montadas sobre la tecnología de punta para reducir toda resistencia?

Si la crudeza del ataque contra Gaza no se vincula, como asegura la propaganda, con el poder letal de los cohetes caseros de Hamas, acorralada en su minúsculo y bloqueado territorio, sin el auxilio del corrupto e inepto mundo árabe, ¿qué clase de lección es la que tratan de impartir a sangre y fuego los líderes de Israel apoyados por el poderío estadunidense, la complicidad europea tan mal disimulada y la parálisis aberrante de Naciones Unidas?

Una vez que los adversarios se han reducido a la calidad de “monstruos” causantes de todos los males imaginables –lo cual no es privativo de uno de los bandos–, no hay nada que impida conceder legitimidad moral al genocidio como lección final de sumisión. Y ése es el riesgo permanente de una situación que el tiempo, lejos de resolver, sólo empeora.

Buena parte de la responsabilidad por estos hechos la tiene la comunidad internacional y, concretamente, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que ha sumado un nuevo fracaso a la ya larga historia de complicidades con la política estadunidense hacia Israel, demostrando, una vez más, la crisis terminal que hace mucho corroe a la institución. ¿Cómo se podría actuar exitosamente contra los fundamentalismos armados en esa región, cuando ninguna resolución política apegada al derecho internacional se cumple, cuando nadie obliga al Estado de Israel a someterse a los acuerdos internacionales? Por lo pronto, sus máximos dirigentes, ante el desafío de las cercanas elecciones, aprovechan hasta el último segundo la complicidad estratégica de Bush y los suyos para tomar posiciones en el campo de batalla. El mundo espera.

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