lunes, junio 01, 2009

Impunidad como sistema

Manuel Camacho Solís, El Universal


01 de junio de 2009


Cuando Carmen Aristegui le preguntó al licenciado Miguel de la Madrid, si el sistema necesitaba de la impunidad para sobrevivir, y él asintió, los dos pusieron el dedo en la llaga. Ella recogió el sentir de muchos. Él —con independencia de qué tan válida fuera la afirmación— planteó un dilema de fondo para la política.

El dilema es: aceptar lo dicho con cinismo, hipocresía o fatalismo; o rechazar el hecho, con indignación si se juzga desde una perspectiva moral, o como un reto formidable para la política si de lo que se trata es de cambiar ese estado de cosas.

El nivel de corrupción y de falta de respeto a los derechos humanos ha sido y es muy grande en nuestro país. Sin embargo, no considero que hacer tabla rasa corresponda a la realidad ni sea conveniente para una estrategia de cambio democrático.

A lo largo de los últimos 50 años, para no hablar de otros momentos estelares de la historia política, ha habido muchos ejemplos de honestidad pública y de valentía para defender dentro y fuera del régimen el interés público y los espacios de libertad. Y han sido precisamente esos ejemplos los que más han fortalecido al régimen y explican su durabilidad.

Para el sostenimiento del sistema, la reforma política de don Jesús pudo más que la violencia de la brigada blanca; y el trabajo honesto de muchos funcionarios que la corrupción enfermiza de otros. Parece evidente, pero hay que recordarlo: la legitimidad cuenta más para el sostenimiento de un régimen que la eficacia en el control.

Con independencia de los matices que se quieran sobre lo que ha sido, hoy la pregunta de Aristegui refleja el sentir de muchos, y el asentimiento de De la Madrid lo cristaliza en el espacio de la lucha por el poder. ¿Qué caminos quedan abiertos?

Uno es aceptar, como fatalidad.

Dos es apostar a un cambio radical —revolucionario— que lleve a cortar el nudo gordiano y a iniciar una nueva época.

Tres es construir a través de los espacios de la democracia un cambio factible y duradero.

La fatalidad no sirve ni a quien la practica. En un país tan cargado de enojo, si no se corrige el rumbo no se seguirá igual. Se agravará la situación hasta el punto de que se vuelva incómoda e insostenible hasta para sus actuales beneficiarios.

El cambio revolucionario tiene el atractivo de pensar que pueda darse una regeneración moral completa. Es improbable que existan condiciones favorables para un triunfo revolucionario, pero aún de presentarse éstas, ya existen demasiados casos históricos para suponer que, por medio de comités de salud pública, se puedan regenerar la vida política y la sociedad.

El reto es no aceptar la fatalidad, ni el cinismo, ni la hipocresía. Plantearse, desde una posición republicana, los cómos y los quiénes de las reformas profundas que requiere la vida pública. Es cambiar el supuesto: la política no es el problema, es la herramienta que puede hacer la diferencia. Aunque desde luego con una política diferente.

Miembro de la Dirección Política del Frente Amplio Progresista

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