viernes, noviembre 17, 2006

Vivir en un fraccionamiento

Milenio Diario, 17 noviembre 2006
Monterrey, Nuevo León, México.

Efrén Sandoval

Antes de cambiarnos al fraccionamiento, a todos les decíamos: “Ya tenemos casa”, como en los anuncios que escuchamos durante todo el gobierno de Fox. Nos habíamos endeudado por los siguientes treinta años, pero eso no tenía nada de extraordinario, en aquel entonces todo mundo lo hacía.

Antes vivíamos más o menos cerca del centro de Monterrey. Yo hacía unos 45 minutos al trabajo. No porque estuviera muy lejos, sino porque en el camino dejaba a los chamacos en la escuela y, ustedes saben, hay que hacer filas; y una vez que se bajaban del carro, para salir de ahí era un lío. Mi esposa tardaba veinte minutos en llegar a la oficina en donde trabajaba en aquel entonces.

Como vivíamos en un lugar más o menos céntrico, era fácil verse con los amigos, ya fuera en la casa o en algún lugar neutral. Estaba bien ahí donde vivíamos; con los vecinos nunca hubo problema, pero eso de estarle regalando cada mes el dinero de la renta al propietario era un desperdicio. Todos nos insistían en que compráramos casa.

Nosotros fuimos de los primeros en llegar al fraccionamiento. Recuerdo que pusimos las cajas y los muebles en la cochera, la banqueta y hasta en la calle. También usamos la banqueta del vecino. Quién lo diría, ahora no puedo ni invadir su espacio con la defensa del carro porque sale a echarme pleito.

El primer fin de semana nos robaron. Después de pasar el día acomodando muebles, nos fuimos a cenar para festejar; pero al regresar, ni estéreo, ni tele, ni fax, ni computadora. También se llevaron algunos zapatos y discos. El guardia de la entrada ni por enterado.

Ése fue el primer asegún que vimos cuando llegamos al fraccionamiento. Se suponía que nos habíamos cambiado a un lugar más seguro, con guardia y todo.

Luego nos dimos cuenta de que el tiempo que pasábamos en el carro cada día era el doble y a veces hasta más. Mi esposa hasta tuvo que dejar de trabajar para tener tiempo de llevar y recoger a los niños a la escuela o a hacer la tarea en casa de amigos. Lo peor de todo fue que la deuda se me vino toda a mí.

Luego fueron llegando los vecinos. Los del fraccionamiento estaban tercos en que nos reuniéramos para ponernos de acuerdo para la seguridad y el mantenimiento. En esas reuniones siempre había quejas: que si los niños juegan en la calle, que si los de la esquina no cooperan para la vigilancia, que los presumidos de enfrente ya no tienen en donde estacionar sus carros.

Ahora, después de treinta años de pagar la deuda y no salir de vacaciones, nuestros hijos viven en casas de renta, dicen que no vale la pena endeudarse para vivir y morir en un fraccionamiento.

*Antropólogo socia

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